martes, 17 de marzo de 2009

Escaleras de agua.

Peldaño Tercero.

Entonces recordé la ventana. La ventana del edificio de las lluvias. La ventana de aquel edificio donde el concreto sangraba su derrota de modernidad mal parida. La ventana del edificio que sobrevivía en mitad de los alerces y su asedio. Todo moribundo, se erguía como se yergue el hombre que se enfrenta a las tormentas en las catacumbas de Santiago, con nada más que el hombro lacerado, que ofrece al dios de las heridas, como baluarte de sobrevivencia. No sabía, tal héroe de lágrimas petrificadas, que toda la lluvia de su existencia caía hacía su corazón de nostalgias hecho a mano por los vagabundos que murieron aplastados en su interior de futuros post-apocalípticos. El edificio, despellejado de bellezas mundanas, sin colores, sin muebles, sin personas, los devoraba luego con sus dientes sin vidrios ni marcos, sin licores ni perezas. Y si alguna vez llegaba a escupir los restos trashumantes de algún viejo mal vivido, lo hacía siempre por la ventana de la constelación de los cazadores. Era la ventana donde naciste, en medio de aquel edificio de las lluvias, en medio de aquel asedio de los alerces rencorosos, en medio de aquel continente formado por las tres cuartas partes de una naranja rechazada en los días de su propia y húmeda primavera cadavérica.

Peldaño Séptimo.

Soy una derrota, le dije a mi madre de leches y nubes cuando volví a su techo de palomas sordas. Soy una derrota traicionera de rápidas carreras sobre la hierba de la carretera. Soy un paisaje abandonado, una ciudad desahuciada por los hombres del mañana. Soy un pianista con las manos quemadas y aun un cuento sobre fantasmas gigantes de eras no ocurridas. Soy una noche fragmentaria de un país de fábricas. Soy una niña cegada con el polvo. Soy un amanecer sin orgasmos y una música de una despedida que no llegó. Soy los ojos ahorcados de la tranquilidad, soy los ojos hundidos de la tranquilidad. Soy el caminante de las praderas de una isla muy nortina, soy el minero cobarde y jamás realizado de tus oídos intactos. Soy los marinos tibios de una mano sin destino, soy la casa donde penan las ánimas de tu alegría. Soy tu dios de recuerdos nublados en las ventanas del edificio de las lluvias. Soy la presión en la mirada que obliga al suicidio de nuestros desiertos añejados.

Peldaño Cuarto.

El Altazor de mis almas habló por mí. Te hubiese amado como aman las fracturas de las amapolas circundantes, como la acumulación de las tristezas a lo largo de la vida del invierno, como la nota de música que revela los horizontes. Los soles de tu piel se hubiesen devorado unos a otros por cinco eternidades para mantener sin mácula tu reino de placeres. Un destello único en la historia de las historias, un paso único en las escaleras de los desiertos estelares. Sabemos que no es cierto. Conocemos de sobra los talentos suicidas que la armoniosa e infrecuente felicidad hubiese obrado en mi. Sabemos de los temblores de mis manos al intentar atravesar los pastos de nuestra ficticia separación. Sabemos de las quebraduras de mis ojos al intentar nadar en la complacencia. Sabemos que perdí.

El último peldaño.

Hubo cierta vez una guerra y en ella una ciudad que la perdió. Vi caer a mis pocos hijos sobre mis estandartes y calles mal pensadas. Me desangré sobre templos toscos de piedras grises e infinitas. Te adoré por vez última en un suspiro anacrónico. Construí un par de derrotas sobre los campos extranjeros. ¿No podías rebanarte los ojos para verme adorándote?

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Porque no existe química entre mi y el señor Lovecraft. Dejemoslo así.

Anónimo dijo...

Es una de esas cosas inevitables. Queda un sentimiento semejante a la culpa, pero no se puede hacer más.

Quizás lo encontré demasiado barroco.
Quizás, haya que esperar unos años.

Anónimo dijo...

'Lovecraft' responde a ambas preguntas.