viernes, 21 de diciembre de 2007

Flores catedralicias

I
Y sueño. Amigos muy antiguos, ciudades muy comunes, vueltas necesarias y vidrios titánicos. Entonces la veo, erguida sin vergüenza en mitad de la normalidad, despertándome bruscamente del alegre letargo. La catedral de los misterios arcanos se vestía de imperfecciones exquisitas y detalles dejados acaso deliberadamente al azar. Me asombra con su altura desafiante, con sus cruces no visibles punzando en un cielo que sale de su primer baño en la primera mañana de su última historia. Pero más allá, en las líneas de la razón, descubro otra ascensión, una liberina, a la que llaman "Puente de Reyes" y mi mirada se engancha en sus nostalgias recientes. Mas, la catedral de mis sueños fue construida con ladrillos enigmáticos que a ratos dejan ver sus rojizos resplandores a los ojos vírgenes y vuelve a robarse mi atención. La velocidad se detiene y en mi segunda inspección noto que el trono-ascensión es rodeado por una o dos escaleras hechas del más común y rústico cemento, que suben como las serpientes de la sabiduría en busca de la aguja más alta separándose apenas por unos centímetros del templo jamás construido. Las escaleras me aterran. Su altura, su invitación a la muerte, su razón de ser, el viento entre sus dedos... La velocidad recupera su dominio. Y despierto.



II

El caminante entró en la ciudad mientras el sol se ponía. Estaba cansado como en toda su existencia pero no se detuvo entretenido en las sociedades medievales del hombre, en sus creencias jerarquizadas, sus lujurias reprimidas y sus violencias liberadas. Anduvo largo rato por las angostas calles llenas de cuchillos, rumores y sangres infantiles antes de llegar a la plaza de la catedral. La contempló. Era del nuevo estilo que rápidamente avanzaba por las viejas tierras, el que pretendía tocar los pies del cielo tratando de ignorar las cadenas azules. Estaba construida para la ascensión, sin embargo el caminante sabía que no era más que un bastión del nuevo imperio espiritual que amenazaba con demonios de piedra y llamas eternas a cualquiera que levantase la cabeza. Se dejó caer de rodillas frente a la fortaleza mientras cerraba los ojos y elevaba levemente las manos. Parecía orar y la gente a su alrededor creyó que se trataba de un milagro cuando comenzaron a caer cientos de flores de blancos pétalos sobre la irregular escena. Era un regalo divino para aquella gente sencilla y así lo entendieron cuando las niñas más pequeñas recogieron algunas flores para jugar con ellas y cuando las más grandes se las pusieron en los largos cabellos. Era la felicidad. Mas, repentinamente un fulgor nació en el interior de la catedral, llamando la atención de todo el mundo. Era una sola flor que comenzaba a escupir un fuego incomprensible, que abrazaba sus pétalos y se reía en otras dimensiones. Pero sus solidarias hermanas no la dejarían sola, pronto todas ellas comenzaron a encenderse en llamas danzantes que adquirían velocidades inmisericordes. El templo comenzó a arder y sus piedras parecían gritar por el dolor causado, gritos que se cruzaban con los de las pequeñas niñas que veían ennegrecerse sus manos y con los de las jóvenes que sufrían con sus cabezas calcinadas. Todas corrían dejando estelas de cenizas mientras el caminante contemplaba su terrible creación con una mueca de satisfacción. "Contemplad mi magna obra, os he construido una catedral de fuego y dolores, de gritos agonizantes, todo esto para el deleite de los dioses reventados y para la hambruna de los dioses juzgados." Se disponía a abandonar la infernal escena cuando de entre la llameante catedral apareció una divina mujer, de alas inmaculadas y cabellos solares. Venía descendiendo, parecía flotar mientras sus pies se posaban apenas con los dedos sobre peldaños invisibles. Y cantaba. Eran hermosas canciones angelicales que contrastaban increíblemente con el infierno que se vivía. La divina mujer extendió su mano hacia el caminante, tratando de atraerlo hacia sí, esperando que su rostro de luna dorada y sus cantos sagrados lograran convencerlo. Y por un momento casi lo logran, pues el caminante pareció recordar algo en aquel rostro y aquella voz, un futuro lejano en extraños recuerdos, un lugar ahorcado de risas y praderas, un amor en los albores del tiempo... Pero no fue suficiente. El caminante inició su marcha y no se detuvo por largo rato. Al mirar atrás pudo contemplar a lo lejos columnas de humo que intentaban imitar a su madre la catedral, rozando los pies del cielo. Es ya el ayer, pensó, y continuó su marcha eterna por aquel camino en medio del desierto de un día nublado, caminando y caminando, hasta que de pronto sintió una voz de garganta infectada y un brisa femenina que le llevó un rostro de similares condiciones. La brisa lo atravesó mientas sus ojos se preguntaban por las gaviotas lejanas. Subió la mirada para buscar algún sol compañero y su cuerpo sin alma y sin vida cayó como el orgullo en aquel camino sin tiempo.