martes, 5 de abril de 2011

Praderas irlandesas (o sobre la felicidad)


El verano no se quiere ir y se aferra con sus calores en la panza del otoño. Un día martes en la gran ciudad. Me sentí estúpido ayer por no tener las respuestas del existencialismo y creerle a Sartre. Salgo al jardín de la casa pero la casa más parece una gran habitación adosada a otras casas que a su vez parecen otras grandes habitaciones. El jardín son unos metros cuadrados de baldosas generosamente frías y una franja de tierra en sus límites donde ya pocas plantas reinan con gracia. Libros ocurrieron en sus vestidos en los años de la Arcadia pero hoy no tenemos más alimentos para darles. Y sin embargo lo visito. Me invita, me obliga Martín con sus argumentos de dos años y dos meses. Me sienta en sus palacios de divinidades etéreas y dándome a beber de sus risas y juegos infantiles me trae los recuerdos de una tarde de ayer, hace dos días o veinte años. Ya en el suelo me arremango los pantalones y me recuesto sobre las baldosas que son más amables que en el recuerdo. Martín se lanza sobre mí, ríe, juega, no calla, observa, carga a las naciones, brinda por los eventos y baila los cantos de los temperamentos agradecidos. Luego, viéndome en la calma arcadiana del suelo del jardín me imita y se acuesta a mi lado, mirando ambos al cielo de Abril.
Son doce segundos y todo es felicidad. Porque hay ropa tendida y varios cables que intentan herir las alturas celestes pero yo no noto esto hasta mucho después. Ahora, todo lo que veo son las colinas inversas de un cielo donde amanece en la hora de la tarde. Martín está conmigo, su corazón late con la curiosidad de los eones y sus ojos brillan con las sonrisas de las cosas más misteriosas. No estamos en la vieja población cortejada por las balas, mañana no tengo tal prueba de historia (acaso porque Colón nunca quiso encontrar ninguna ruta que no lo llevara a perderse entre las nubes del atlántico) y todas las ausencias están ausentes. El estío celoso no tiene jurisdicción en la sombra baja del jardín y aquí los estertores de la selva me salvan de la ciudad y sus respiros grises. Un viento infante nos acaricia las plantas de los pies. Es sabido que la brisa es el alimento de los hombres que son felices y están en paz. Tal es nuestro caso. Aquí, en nuestro hogar de ensueños sobre estas verdes praderas irlandesas, praderas sembradas de doce segundos que paren resoluciones victoriosas. Un espíritu dorado.
Soy un hombre tremendamente feliz, arropado y descubierto en estos verdores de la paz y la calma. No necesito gritar, porque ya no hay miedo que espantar. No necesito muchas más risas porque nuestra sonrisa establece el universo. Aquí se difuminan los tiempos y el hoy nos medica con sus flujos. Nos reímos abrazados del porvenir y sus barcos. No para ofenderlo sino para darle la más grata de las bienvenidas.

Martín ha vencido a la muerte y yo he vuelto de ella.