domingo, 14 de junio de 2009

Los Santuarios de la Caída.






Cuando dejé de correr, luego de tres vidas y media, noté que los árboles habían crecido de modo monstruoso y melancólico. Miré a mí alrededor y en medio de aquel bosque de verdes magias comprendí que había llegado al fin. Comencé a escalar el ciprés que tenía enfrente. De vez en cuando paraba en alguna de sus arrugas hospitalarias para recostarme y recordar los días malparidos. Bebía de sus líquidos ambiguos y me abría dulcemente la cabeza para dejar escapar los dolores fluctuantes de cientos de miles de tardes y noches. Me tomaba otras dos vidas juntar la fuerza necesaria para mover el cuerpo y tratar de reanudar la marcha. La voluntad para realizar tal hazaña la tomaba prestada de los libros de las bibliotecas que el ciprés autista mantenía prisioneras. Estaba húmedo y luminoso de verdes numerosos. A veces miraba hacia sus hojas sobrepobladas de ciudades terriblemente temerosas y curiosas sobre los hilos del hombre y la lluvia. Los habitantes de tales ciudades habían hinchado sus ojos con las luces celestes de una mañana de lectura. Pero tenían miedo y temblaban cada vez que debían dejar sus hogares para alimentarse de los cuadernos de los niños que éstos habían olvidado bajo el barro y el campo. Sus pieles de fríos tonos gritaban a las edades el temor que sentían por sus condenadas vidas instantáneas. A veces los miraba y creía recordar algo o reconocer a alguien, pero cuales siervos extasiados, los habitantes de tales ciudades del miedo huían tan rápido como podían o caían muertos luego de que su corazón de cristales etéreos se contrajese por última vez. Proseguía mi marcha entonces, no con más anhelo de cimas venturosas ni más deseo por países extraños. Al amanecer del séptimo siglo llegué a la hoja más reluciente de todo el conjunto. Su aura de vidas húmedas se expandía como la revelación por sobre existencias imaginadas. Había un ruido allá arriba, un murmullo de civilizaciones ocupadas. Estaba casi en la cima del ciprés de las despedidas y la solemnidad del momento me hizo su intérprete. Caminé sobre el verde santuario con la lentitud de los enfermos en la guerra. Lloré un par de veces sobre mis pasos casi inexistentes antes de llegar a la punta declinante de tal lugar de nacimientos. Las brisas tristes me arroparon con frío y risas tenues, con cielos de dorados muertos y relámpagos ridículamente tiernos e inofensivos. No había más sonido que el susurro hiriente de tales vientos. No había más palabra que la que debí decir y no dije. Los latidos de una música fantasma me esculpieron la frente y desenterraron un ojo de cinco años que jugaba a las escondidas. Entonces comprendí a las cadenas existencialistas que unían a los tres Santuarios de la Caída. La hoja en las cima de los árboles monstruosamente melancólicos que sostenían a una gota rezagada de la última lluvia. Los cúmulos azules que se alargaban hacia el cielo de sus cielos como catedrales semi-construidas adornadas con andamios y herramientas de óxidos fríos. El camino de maderos que no tenía inicio y que se elevaba por sobre las nebulosas de polvos amarillos. La hoja, el cúmulo y el camino. Estando en el primero decidí anudar un par de lágrimas entre sí y lanzarlas al mañana. Te recordé entonces y la confusión de mis sentimientos me arrodilló frente al infinito. La primavera se había bañado en tus labios antes de estrenarse en el primero de los amaneceres. La noche había perdido los oscuros maquillajes de su rostro en tus penas recurrentes. Los ríos estelares tomaron como modelo a los cabellos de tu estío para edificar sus caídas de estruendoso silencio. No creo que alguna vez lo hayas comprendido. No creo que, al mirarme, hayas abierto los ojos. No creo que el ayudarte a encontrarlo haya sido una buena acción. No creo en mis supuestos sacrificios de sangres agónicas y violetas. Yo no creo.





Entonces, de pie en la hoja reluciente y despidiéndome de la gota de la lluvia, con un dolor en la garganta, donde alguien me abortaba un alma deforme, di el último de los pasos y me dejé caer por cavernas verticales donde mercaderes de tierras lejanas me ofrecían diversos tipos de salvación. Pero yo caía sin ventanas ni direcciones, sin sueños ni recuerdos. La única compañía que tenía era el dolor de verme envuelto otra vez en el amar de orígenes funestos y aun peores destinos. Me retorcía sobre mi estómago pensando en el por qué de mis desaciertos. No podía comprender, ni lo haré algún día, la razón de la ceguera de mis ojos moribundos. Había doncellas más morenas y más brillantes, más deseables y casi más astutas. Se daba la belleza en los cuellos vírgenes y más aun en los hombros inexplorados, reinos todos en los que un solo regente gobernaba. Pero al anuncio de la muerte de éste, no hubo más alegría en mi corazón, que en cambio se desangraba luego del inútil y patético sacrificio que había escogido hacer. No lo motivó el altruismo, no lo inspiró el paladinismo, ningún atisbo del camino de los héroes vio aquí sus inicios. Las únicas causas eran la estupidez soberana y el miedo sobrenatural que me asfixiaba las entrañas del espíritu. El miedo, el gran miedo. El miedo, porque te temí como los niños a los cuentos extranjeros. El miedo, porque, enfrentado a los eones, hice la única cosa que sé hacer bien: huir. Correr, arrancar, escaparme y esconderme. Las décadas de práctica mostraron sus frutos y me escabullí por entre las luces sin ser visto, tristemente victorioso entre las leyendas de la miseria. Y caí... caí del verde santuario por segundos no medidos, caí resbalándome de las espinas fantasmales que no existían. Caí hacia una tierra que, como yo, expertamente huía. Los universos se voltearon y sin cambiar de dirección llegué a entender que caía hacia los otros santuarios. Las catedrales azulosas se rieron solidarias y me permitieron saltar de ellas. El camino solitario de maderos escogidos hizo otro tanto. Caí entonces ascendiendo a estancias de profundos abismos fuera del espacio. Cerré los ojos en mi avanzar vertiginoso marcando con sangre y falsos lamentos la ruta de la fantasía. Te recordé y me odié demasiado levemente. Te recordé y me dolió demasiado intensamente. Te recordé y me desesperé con demasiados inviernos. Cayendo como me encontraba, mi incredulidad se tomaba la cabeza sin poder creer que quizás te amara... Repentinamente, sin siquiera pensarlo, choqué contra un islote que sostenía un monolito. En éste, en múltiples lenguas aun no inventadas, se leía la condena "Prepárate para las excavaciones del alma, mi amado hermano, porque va a doler." Poco después desperté en mi habitación, en mi propia cama tan ajena. Me vestí y con la mirada derruida me dispuse a mirarte a los ojos.