viernes, 16 de octubre de 2009

Simona de las divinidades amerindias.


De Rebecca Guay.


Del último naufragio de los marineros errantes.

Y he aquí que los cinco marineros de mi diestra barca se acercaron al calor de las palabras de Simona. Y en sus tibiezas de brisa intacta reconocieron sus miedos arrastrados, infundados, sonrientes. Sin incendiarse, sin encenderse se quemaron. Porque Simona mueve mares desde el cielo hasta las nubes y no lo nota, crema destinos sin delicadeza y las ideas sobre sus ojos no se inmutan. Y así llegaron los marineros de mi mano a escribir en negra tinta la última de sus vidas trashumantes. Y así llegaron mis orgullos navegantes a rendirse honores en el día de su propio naufragio, donde serían los pinceles que dibujarían su propia destrucción caótica de corrientes azules y tempestuosas, de óleos ácidos y sombríos, en una lentitud que desesperaba a la eternidad de las piedras estelares.
Y en un descuido del vacío, se ahogaron tales marineros en la suspensión de sus existencias según la gran sierpe de todos los mares los engullía. En su muerte de escamas los maderos de la barca se suicidaron lanzándose a los agujeros negros que creaban remolinos en un agua poco santa. Los gritos de los deudos del mar cabalgaron sobre espumas furiosas que desgarraban sus propias gargantas enfermas. Un cielo negro acuchillaba a su pérfida amante de algas y mareas con relámpagos sedientos de muertos. El mar sangraba viajeros. En una esquina del universo la luna quinceañera lloraba por el cadáver de sus amores acuosos.
Y en otra esquina de un universo contiguo un ruiseñor de fuego se carcomía el corazón, apagando para siempre todas las letras de dios.





Del capitán de las lluvias del este.

Luego de cuatro edades de muertes náuticas se encontraron los marineros de mi diestra mano en una de las calles del cementerio de los abismos. Sin los ojos adecuados se enfrascaron sus miradas en duelos infinitos y ruidosos hasta que al fin llegó ante ellos un murmullo de espíritus dorados, un destello de las edades de las manzanas, un calor de los hielos asesinados. Era el capitán de las lluvias del este, perdido hace segundos incontables en los anales de los bosques submarinos. Su cuerpo de éteres turquesa refulgía a ratos de constelaciones recién nacidas mientras que su pecho mostraba como estandarte de las glorias soñadas un altazor en llamas que era acariciado por lluvias amorosas que jamás se detenían. Las costras del grafito, cual armaduras atronadas, le cubrían las pocas debilidades. La mirada altiva pesaba la rectitud sobre la roca que erige las simetrías. Y un camino sin destino le serpenteaba en la mirada.
Veloz como los descubrimientos de los niños el capitán de las lluvias del este gritó a los marineros sorprendidos y con sus gritos construyó una barca, más dura que la difunta, de falanges celestiales y voluntades siempre nuevas y ansiosas de fuegos astrales.
Una maldad marcó el rumbo y el capitán y su tripulación de cadáveres redimidos revolucionaron el fuego de la piel espumosa de los mares del oriente.





De Simona de las divinidades amerindias.

Y he aquí que la barca reluciente de los altazores del crepúsculo emergió frente a las costas de un mundo verde de selvas y esperanzas. América, lo llamaron aquellos que fabricaban canas en sus cabezas rezumantes. Nuestra América, aquellos que cazaban águilas cuando el siglo se partía en dos. Pero ninguno de los hijos de la historia notó jamás que el nombre de tales reinos donde la divinidad se engendraba a sí misma se escribía con las letras de Simona. De Simona, la de las espaldas infinitas que, teniendo fin, jamás podían dejar de ser recorridas por los capitanes inventados que vivían una sola tarde de admiración por la piel morena de las Américas. Piel de los tonos del cacao esclarecido. Piel de las lunas tostadas en la noche del verano. Piel de los trópicos mágicos que devoran a sus hijos... Y la barca de mi mano y sus altazores ardientes de marinería renovada observaron cómo cielos y mares daban a luz al dibujo de la belleza de los llanos silenciosos y las costas agotadas de tristeza.
Porque sobre su pecho, Simona desenvuelve los misterios arcanos de un Andes secreto, de sudores de metales preciosos, de cantares de pájaros melancólicos. La sutileza que erigió tales montes aún los reviste con la elegancia de un criado orgulloso pero les saca las nieves cada vez que los altazores inflaman el pecho y la vida del capitán de las lluvias del este, evento que sucede una vez cada tres nuncajamás. Se quedan entonces las blancas telas aburridas e ignoradas con la senilidad de las hechiceras añejas. Pero son las mismas hechiceras las que cuentan leyendas sobre razas diminutas de ingenieros humanistas y arquitectos artistas que dibujan sus planos según observan cómo la espalda de Simona se arquea deliciosamente con cada atisbo de un orgasmo lluvioso y selvático, con la humedad de las hojas al sol del final del día, con la fuerza de los temblores mineros del cobre tronador. Porque Simona desnuda su hombro izquierdo y la mitad de todas las cosas evoluciona a un estado superior. Y Simona desnuda su hombro derecho y la otra mitad de las cosas continúa la evolución. Porque Simona atrapa rocíos en sus pestañas de universos autistas y los guarda entre ellas temiendo un llanto del estío. Se guarda de las penas y las heridas bajando una escalera con la mirada. Recoge la tierra con las manos cuando aguanta la palabra indebida. Lamenta los días perdidos cuando descubre que, sin querer, volvió a crear varios universos al extender sus cabellos negros sobre las colinas de Nuestra América. Piensa cuántas vidas seculares les tomará a las flores blancas y amarillas que un escritor despedido deposita sobre estos cabellos convertirse en los soles y nebulosas que están destinadas a ser. Porque Simona guarda un fuego de civilizaciones de piedras azules, una memoria de pueblos indomables. Simona guarda un espíritu que le recorre el cuerpo con deseos honorables y un ave que vuela sin conocer de destinos. Simona mira y se caen las teorías geométricas. Simona coleriza y se reinician las existencias de los dioses. Simona ríe y todas las primaveras dejan de contenerse y dan a luz, al fin, a todas sus hijas cromáticas.
Pero también Simona ignora. Y cuando Simona ignora... yo, capitán de las lluvias del este, encuentro caminos de azúcar para amarla, encuentro dibujos de seda para amarla, encuentro otoños de miel para amarla. Y sobre sus labios de licores de anís, sueño destellos de libertades ardorosas y días de escaleras acuosas. Y compongo canciones mientras tejo la noche en mis barcos y circundo sus costas con mis marineros valientes. Y las canciones que canto empiezan por Simona y por Simona yo canto y por Simona yo labro y por Simona cosecho revoluciones matutinas.
Y por Simona yo escribo canciones al alba, al alba de las constelaciones, de las constelaciones ardorosas, del ardor de las edades, de las edades de Simona.