martes, 29 de julio de 2008

Autobiografía o Historia de los Espectros Arcadianos.



"El arte de la música
es el que más cerca se halla
de las lágrimas y los recuerdos.
Música, lágrimas, recuerdos."

-Oscar Wilde-

I




Quisiera recordar el día en que nací. O que alguien lo recordara por mi y que me contara de aquellas horas de angustia, de alegría, de incertidumbre, de dolor, de miedo, de decepción, de misterio, de vida y de muerte. Parece que nací en la madrugada, un poco inoportuno encuentro yo. Parece que en un Hospital en el sur de la ciudad. Parece que mi padre no estaba ahí. Yo diría que tuve miedo y que aun recuerdo el trauma al que fui sometido cuando me sacaron de aquel paraíso tibio, oscuro y líquido. Afuera el frío se rió de mi como aquellos fantasmas que aparecen en sueños, en sueños que de tan reales se convierten en recuerdos. Afuera estaba solo y los cuadros blancos y negros que construían los caminos fueron los perfectos heraldos de los graves círculos vitales que me harían vomitar. El día en que nací los hermanos del norte, hace muchos años, se habían independizado de la península imperial. El día en que nací nadie guardó los diarios de la mañana recién nacida. El día en que nací me caí y me fracturé piernas algo más que físicas. El día en que nací tenía la cabeza puesta en asuntos de Estado y vacilaba entre ácidos y músicas experimentales, entre humos y temores viscerales. Una vez dije que cuando nací había muerto... pero digo tantas cosas. El día en que nací es una mentira de las tantas que forman el muro. Aquella sangre cálida y aquel olor de hospital veterano fueron agregados con óleos y manjares literarios. La palabra nacimiento es una falacia, esplendorosa como ciruelas gigantes, ridículamente gigantes. Era una mentira pero toda mentira es miembro de la nobleza de la honestidad. Ni nací ni viví y sin embargo cuando el pulgar de la infección invicta se hunde en mis muslos me siento más vivo que las hogueras caóticas, aquellas hogueras, sacerdotisas del vidrio roto, que danzan sólo en las noches que jamás verán a su incestuoso hermano diurno. Me apura el miedo. Jamás he roto un mundo y sin embargo nada de lo que he dicho es mentira.




II




Después de los años de la fortaleza sin guarnición, como diría cierto entusiasta francés, llegaron los años de las flores solares. Ya he dicho que tenía sueños turquesa, que reía y que no caía. Era el Gran Arquitecto de una civilización sin alma, sin intelecto y con toda la felicidad del mundo. Miraba cómo la tarde se comía al verano justo antes de que un trineo de estrellas sedujera a mi razón y me llevara por tierras donde la hierba siempre larga jamás era vencida por el cemento siempre enfermo. La fraternidad me construyó ideas tontas y monstruosas. El sudor me trajo abrazos de regocijo. El abuelo siempre pasivo sentado en un escaño a la sombra de la parra, de la parra portadora de ciudades estelares, me transmitía sabidurías arcanas en la noche madre soltera, sabidurías que yo asimilaba en seis milisegundos y que olvidaba en tres. Madre llegaba por las tardes de fábricas injustas, fieles a su naturaleza oxidada. Me traía cariños celestiales bañados en chocolate. Me abrazaba. Yo me comía las mañanas, monopolizaba algunas risas, edificaba repúblicas de ridícula felicidad, corría los mundos de la feria y de los tejados verdosos, plantaba mi estandarte en la conquista de lo absoluto y respiraba un aire aun vivo. La ciudad de Arcadia se construyó con pétalos de oro y fue recubierta con las amarillentas hojas de un libro tan sagrado. Nodriza de selvas y arenas voluntariosas, Arcadia era una vida eterna, un grito soslayado en la caverna de los días que se coronaría con llamas violetas en aquella nocturna batalla de los luceros.




El Gran Interludio.




"Mamita Carmen" era muy delgada, tenía el cabello corto y rubio y un gesto de cansancio. Mi abuela parecía severa pero la recuerdo con risas sorpresivas y manos tan cálidas como arrugadas. No puedo recordar si aquella vez que boté lo que me quedaba de pan tostado con mantequilla bajo la cama ella me retó o no. No puedo recordar si era ella. Creo que lo hizo levemente. Sí recuerdo que iba mucho a misa y que se afanaba intentando explicarme que Jesús no era un mago sino algo muy distinto mientras yo me entretenía sobremanera simulando entendimiento y exclamando "¡Ahhhh! ¡Entonces era un mago!" mientras reía y lo imaginaba con un sombrero de copa y una varita, rodeado de pañuelos de muchos colores y de muchos conejos. No sé si me quería, pero si tuviese que apostar apostaría a que sí. Quiero tanto creer que yo la quería. Es muy probable que haya sido así. Nunca entendí muy bien por qué en su velorio me desaté en tal llanto. Quiero creer que fue porque la quería.


Abuelo jugaba conmigo cuando yo contaba pocos años y antes cuando no contaba en absoluto. No me hablaba demasiado, pero sonreía y me miraba con algo que yo diría que era orgullo, orgullo de estrellas en los ojos. Me regalaba cosas y me prometía sus herramientas como herencia. A veces estallaba y paría demonios con sus gritos, pero éstos ya no eran tan violentos como los de su juventud. Al parecer la fidelidad no se esforzaba en conquistarlo mas siempre me pareció que quería a Carmen. A Carmen, mi abuela. Yo lo quiero y me da pena pensar en su partida, incluso en las heridas en sus pies. Sólo a ratos le dirijo pensamientos odiosos en respuesta a su cada vez más tierna ira. La inmensa mayoría del tiempo casi no lo miro, casi no lo toco, casi no le hablo y sólo lo escucho, por temor a que descubra el amor que le profeso. La estupidez es la guaripola y comandante de mi vida, pero aunque la conciencia trata de despertarme, le soy fiel como la lluvia al milagro.


Mi tía vive con nosotros desde hace mucho y parece no hacer otra cosa sino confirmar la regla. Recuerdo que la quería bastante, siempre consiente de su ayuda culinaria y hogareña. Se casó hace mucho, la engañaron hace otro tanto, la dejaron hace poco menos. Le descubrieron una enfermedad hereditaria, llevadera y eterna. Antes hasta dormía con ella, me abrazaba y lo decía. Es curioso, acaba de preguntarme "¿Todavía estai ahí, niño?" dado que evidentemente a esta hora de la madrugada debería dormir. No le respondí, nunca le respondí. Ya no es como antes y yo menos, lo que no impide que la incertidumbre me inunde al pensar en qué haría o hubiese hecho si ella no hubiese estado aquí. No quisiera que muriese.


Madre tiene cincuenta años aunque no tengo certeza absoluta de este dato porque no soy un buen hijo. De hecho no me alcanza para el "buena persona". La quiero, aunque como a todos, siento que la quería mucho más antes. Madre es obrera, "obrera no calificada" como aparece en las fichas, y es lo que de ella más orgullo me produce; puedo decir que tengo sangre obrera, sangre de aquellos que hacen tanto más que los otros, los de venas añejas y bolsillos podridos. Sangre sagrada del que construye vida cuando mueve los brazos, que es pisoteado y humillado y que un día no tan lejano se alzará. Madre me quería y diría que aun me quiere, pero ya casi no lo dice, casi no lo muestra. Yo le produzco orgullo, como ella a mi. Es porque estoy en la Universidad, sé que eso la hace feliz. Soy el primero de la familia en llegar a tan sobrevalorada institución. Madre te quiero, pero mi comandante la estupidez, me impide decírtelo. Desearía haber tenido lecturas y músicas mágicas, pero no debería culparte por dedicar el único tiempo que tenías a nuestra sobrevivencia. Madre, te quiero. Espero que me quieras, espero que no te vayas y me veas subir. De las fábricas ladinas y el cemento en la lluvia, de anteojos no tan fuertes y cabellos otoñales. Encontraremos el perdón, la comprensión y el abrazo.


Mi hermana pequeña, llegó en un tren de azúcar que venía del norte. El día que nació yo estaba en una casa en el campo, no sé por qué. Cuando nació la quise mucho, cuando creció se hizo mi vida, pero cuando volvió a crecer la pensé con odio. No sé manejar los cambios, ni los propios ni los ajenos. Y otra vez ya no era la misma. Si muriese moriría el mundo. A veces la odio, a veces la quiero un poco, a veces no la imagino. Las pocas veces que la quiero, no se lo quiero decir. Si muriese moriría el mundo. Si la tocasen cortaría la mano. Mi hermana pequeña se bajó del tren antes de tiempo y ya no me quiso. Pero Camila era una flor en la mitad de las rocas.




III




Un señor cantante los llamó los "doce juegos". Para mi fueron escalones, tristemente descendentes. Desde el más alto hecho de piedra antigua y vestido de hiedra, caminé, corrí y rodé hacia el más bajo, hermafrodita violado con su consentimiento. Hubo amores y ojos dulces que bailaron con la negrura, hubo camaradas y maestros tan dignos como la letra, hubo vacíos y cejas rocosas que perpetuaron una tradición recién nacida. No hubo una contramirada rojiza, no existió la doncella de pecho abierto y cariños lácteos. No caminaron los rizos dorados hacia mis pies de estaño excepto cuando las tortugas azules y esbeltas que erguidas controlaban mi mente, la pintaron con los pinceles de la creatividad en las telas imaginativas. Me uní a la rueda pastosa de los amantes arqueros que no saben disparar y se hieren las espaldas por tozuda estupidez. Y amé como solo las armaduras de los rinocerontes pueden amar. Las rocas acuosas me descubrieron a Aleida, morena y dorada como el trigo de las cortes, lejana y más lejana, como mi valor de cuna tibia. Mientras me desangraba la mirada con praderas sin tiempo, oía cómo lo fraterno era torturado por imitadores de un ejército siempre vencedor, traidor y asesino. Me nació la lujuria, por accidente sin fortuna. Se graduó mi conciencia, por lo eventual del universo. Odié a dictadores, noté mi casco de minero. Me arranqué la garganta para no gritar por el dolor que me produjo el arrancarme la vieja fábrica de latidos. Dejé que la luz de humo blanco se fuese a dar una vuelta y que las alimañas húmedas me tomaran por nación. Los tres hitos de mi vida, el amor a Aleida, la contemplación de la divinidad y la conciencia de la inexistencia de ésta, se grabaron sus nombres simultáneamente en sus muñecas sin venas ni cadalsos.




IV




Dada la falta de príncipes espaciales, no sabía en qué asteroide me encontraba. Vino mi anarquía de corrientes intravenosas y varios pequeños caos de mares sin espuma. Recuperé parte de los éxitos de la semana pasada, de la semana de doce años y me hundí en abismos aun más intensos. Mucho más que la muerte, se buscaba la disolución. Conocí a seres extraños y a letradas de estíos hermosos y nevados. Ya estaba consiente de que mi mirada era eterna, no porque mis ojos no perecerían sino porque ésta era una peregrina con demasiada esperanza y poca fortuna, con mucha belleza y nada de destino. Abrí y ante mi se abrieron las piernas de aquello que deseamos, pero fue mucho más la estupidez y no la lujuria la que me obligó a marchar hacia el abismo de la incertidumbre. El miedo me apura. Quizás muera dentro de poco y no quiero. Quizás me condene a la muerte sin aplausos. Quizás deba acelerar el paso a las estancias de los camarotes eternos, de las camas tan grandes. Quizás despierte, quizás te ame. Quizás me perdonen, quizás descubra. Quizás descanse. No buscaré la supresión de mi existencia a menos que deba y que tenga el destello de infinito bajo mis ojos y entre mis manos. Quizás navegue por lo que no acaba, quizás sonría en el amanecer del mar en flor. Quizás me abrazes cuando imagines mi mano. Quizás despierte, quizás te ame.






Hay un destello de silencio en el abrazo del invierno, un rastro de calor en la mirada que nos sostiene. Y una tormenta suave de vida en cada palabra que nos damos.