miércoles, 3 de noviembre de 2010

En palabras de Hesse

"Me daba cuenta de que aquel hombre estaba enfermo, de algún modo enfermo del espíritu, del ánimo o del carácter, y me defendía contra él con el instinto del hombre sano. Esta repulsa fue sustituida en el transcurso del tiempo por simpatía, que tenía por base una gran compasión hacia este grave y perpetuo paciente, de cuyo aislamiento y de cuya muerte interna yo era testigo presencial. En este período fui teniendo conciencia cada vez más clara de que la enfermedad de este hombre no dependía de defectos de su naturaleza, sino, por el contrario, únicamente de la gran abundancia de sus dotes y facultades disarmónicas. Pude comprobar que Haller era un genio del sufrimiento, que él, en el sentido de muchos aforismos de Nietzsche, se había forjado dentro de sí una capacidad de sufrimiento ilimitada, genial, terrible. Al mismo tiempo comprendí que la base de su pesimismo no era desprecio del mundo, sino desprecio de sí propio, pues si bien hablaba sin miramientos y con un sentido demoledor de instituciones y de personas, nunca se excluía a sí, siempre era él mismo el primero contra quien dirigía sus flechas, era él mismo el primero a quien odiaba y negaba...

"Pues en esto, y a pesar de todo, tenía un sentido eminentemente cristiano y de mártir, ya que toda causticidad, crítica, malicia y odio de que era capaz los desataba en primer término contra su propia persona. Por lo que se refería a los demás, a cuantos lo rodeaban, no dejaba de hacer constantemente los intentos más heroicos y serios para quererlos, para hacerles justicia, para no causarles daño, pues el "ama a tu prójimo" lo tenía tan hondamente inculcado como el odio a sí mismo. Y de este modo, fue toda su vida una prueba de que sin amor de la propia persona es también imposible el amor al prójimo, de que el odio de uno mismo es exactamente igual, y en fin de cuentas produce el mismo horrible aislamiento y la misma desesperación que el egoísmo más rabioso."


"El lobo estepario", Herman Hesse.

sábado, 16 de octubre de 2010

Nada menos que todo un hombre

I

¿Has oído los elogios a los creadores? ¿Has escuchado las alabanzas a los artistas? ¿Has nadado entre las trizaduras de tales disparos? Porque yo he visto las líneas de tu rostro como jamás nadie podrá hacerlo. Y he recorrido las curvas suaves de tu cadera con la impresición de un tigre moribundo. Y he creado nebulosas a partir de ello, pero las gracias estelares ya no tienen reino en el conjunto de los hombres. Y la mujer camina con aire lejano por los caminos que ya no le gustan. Bendición negra la de las temperaturas. Porque la normalidad de felicidades medias es fría como la falta de moral que tanto adoro y la belleza es ardiente como la sangre que huye de la palma. Pero el frío no necesita de nadie para existir y por eso extiende sus dominios en la vastedad de lo que es y, en cambio, los ardores de la témpera precisan de una mirada violada y febril que ubique las aristas en flor de la mujer que me mira de espaldas a mi. Es por eso que soy cenizas y cenizas son mis cuadros. No arde el pétalo en el naufragio de su tan exquisita normalidad.

II

Es cierto. Yo he visto las líneas de tu rostro como nadie puede verlas. No porque te ame, no porque seas la más alta, sino porque te quiero. Y nosotros queremos con verdad. Y así he visto el caer de la línea pasando tu ojo y alcanzando el inicio de tu boca. Cuando sonríes, desde luego. Y el volar de la línea cuando cierras los ojos para abrir la alegría. Y he visto estas líneas celestes dibujarte en los inicios de la noche de una forma que te grito y que no me escuchas. Porque acaso las líneas no son celestes. Porque acaso a mis gritos prefieres los susurros pasajeros. Maldición blanca la de lanzarte miradas auténticas. La de verte como cantas. La de oír cómo luces.
Yo quería quemar todos tus bosques y, en cambio, me aguanto las lágrimas de la anormalidad. Yo quería tener tu muerte en mis abrazos. Yo quería coserte la canela en la madrugada y bordarla en el alba. Yo quería oirte la despedida una y otra vez. Pero los venenos de mi mente me han cortado la sangre. Y ahora te tengo sólo en la lejanía. Una tormenta curiosa me orbita veloz. Tu mano de risas felices me asalta la garganta. Tu traición válida me derrumba el habla. Cercenar las ideas...



Estoy tan confundido que no puedo escribirte nada, nada bien. Y todo lo que hasta aquí he escrito es cuerpo muerto de lo que realmente quise decir. No tiene ninguna belleza. Quizás es la letra la que trata de decirme que he buscado en vano. No hay nada hermoso ahí donde he mirado a través de todos estos años. Todo es lindo pero tanto como el alcohol y la música en una fiesta cualquiera. El mundo es injusto y, después de tantas aperturas, debí haberlo comprendido. Debí haberlo usado a mi favor. Pero me empeciné en mirar cuando no había que mirar y en consecuencia he recibido este talento agonizante que en verdad nunca vio lo que siempre he escrito. Es mi locura la que habló queriendo amarte. Nada de lo que he dicho, de lo que te he escrito es mentira. Todo ha sido cierto pero terriblemente dislocado de lo que los hombres llaman realidad. ¿Estás con otro ahora? ¿Vale todo esto la pena? Si hubiese escrito esto en papel, lo hubiese arrugado y arrojado al basurero.


Viejo titán mutilado en segundos, médico último de los escritores, en tus manos encomiendo mi espíritu.

lunes, 4 de octubre de 2010

Why doesn't she love me?

jueves, 6 de mayo de 2010

Gris.



Y entonces el triste demonio confesó: "El odio no cura las heridas pero cauteriza las hemorragias."


miércoles, 31 de marzo de 2010

Las culebras de la tierra.



I: La escama en la roca.

Crudo. Carne. Cemento. Y también concreto. En el segundo tercio de la madrugada alba se nos desgarraron los huesos...

Camino pocos pasos y me detengo ante la cama de Martín. Sonrío, es sólo un temblor, uno de tantos, que ya debe estar acabando. Pero Martín despierta, las culebras lo alcanzan. Y sus escamas son frías. Lo rescato de los brazos de alguien, lo cubro con mi brazo izquierdo, con mi brazo derecho, con el ala de plata de un mensajero de los dioses, con la coraza andina de una geometría no resuelta, con la montaña constelada de un amanecer argento. La muerte no te alcanzará, no aquí, no conmigo, no este día. Y si ésta torciese su mente y me alcanzase a mí para dañarte a ti, le serviré un té eterno con sombrereros locos y liebres de marzo. No aquí, no conmigo, no este día. Pero la culebra se retuerce con fuerza, nos quiebra los pisos, nos quiebra los ojos, nos rompe el oído.

Miro a Camila ensayando un valor arcano y le digo que ya está pasando, que ya acaba. Es entonces cuando se desata la verdadera fuerza. Es entonces cuando comienza. Es entonces cuando la culebra arroja su ira invalidada por los años. Es entonces cuando la casa sufre el orgasmo de la tierra y sus rocas. Y se estremece. Porque la culebra está excitada, sabe que la observa una luna extendida, blanca, virgen, pura. Sabe que las gravedades encienden a las lunas. Y en consecuencia nos azota. Pienso en el fin pero no hablo su lenguaje, ni siquiera en el despoblado de mi cráneo. Las eléctricas agonizan en estertores. En el horizonte, estallidos estelares me empujan por la catarata. El ruido de la roca hambrienta. El ruido de la roca añeja. No hay bellezas célticas en estas sagradas serpientes porque éstas no son serpientes. Éstas son culebras, culebras vivas, culebras frías de iras congeladas en el estremecimiento eterno. Culebras en carne, culebras despreciables. Un caos escamoso de violencias infantiles. Una rata con pies de orilla. Los altos grados de los licores telúricos nos embriagaron con miedo y polvo en las gargantas. Treng-Treng se durmió en nosotros. Y sin embargo, el pecho de un hombre soporta reptiles mil veces más oscuros y fracturas tres veces más profundas.


II: El hambre y el aroma.


Yo caminaba por los valles todas las tardes de Febrero. Cargaba un saco con un abismo repleto de caricias muertas. Un agujero en los planes de los dioses. Una perforación en el único pulmón que tenía. Una excavación capitalista en el pecho derramado. Pero en el valle diminuto, único habitante de su realidad, crecían ciertas raras flores de cuando en cuando. Amé a la primera, flor morena. Quise tanto a la segunda, de primaveras resueltas. Y a una tercera, no mayor a tantas otras que yo había visto, le descubrí ciertas luces sonrientes que me hicieron caminar hacia sus senderos. Pero la mano del mendigo me negó los atardeceres, la caída del cerezo y al arroyo frío. Una puerta de rocas desechables. Un agujero de arenas grises. Un ahogo a muerte estrenado como canto. Y escupí entonces un veneno amargo en aquellas praderas con vista al universo. Pero lo escupí en el mismo agujero que cargaba en mi saco y también en los ojos trizados de tanto ayer. Yo comía el calor de un sol que venció a los titanes y de algunos árboles y piedras serenas. Pero el calor de las flores sabía distinto. Su mayor riqueza era que nunca lo había probado. Algunas mañanas el rocío me traía los aromas de sus pétalos. Yo comía los restos aún tibios de su calor. Por entonces eran mi único alimento. Migajas encendidas arrojadas al infinito. Arenas unitarias en la vastedad del hambre y mi saco taladrado.
Pude seguir moviendo mis muslos a medio cocinar pero mis pies son brutos y deslenguados y no saben de modales o no han querido aprenderlos así que un mediodía arruiné por breves segundos a los pétalos que más cerca tenía en un ataque de hambre iracunda mas siempre cariñosa. Pero el cariño, cuando está ebrio, no excluye las pequeñas violencias en todo caso deleznables. Me quedé seco, repleto de ausencia como el perro hambriento que soy. Otros canes famélicos me corretearon en la mirada. Un río muerto, un fantasma vestido. Y sin embargo no puedo explicarlo. Y sin embargo, no puedes entenderlo. No a menos que hayas caminado por los mismos valles con la misma hambre. Empiria es todavía un reino inconquistable y, desde luego, las letras no pueden cantar todos los óleos del dolor. El dolor es más fuerte. Descompuesto de no-partículas pesa más que las noches republicanas. Las hormigas de la hoja literaria jamás podrán dar cuenta de lo que ocurría bajo mi garganta. Ni tampoco de la tuya ni la de nadie. Y, por lo tanto, no puedo explicarlo. Y, por lo tanto, no puedes entenderlo. Pero me basta con que entiendas justamente eso: que no puedes entenderlo.


III: Los cataclismos y la ira.


Se trataba de ellos, los cataclismos del inframundo pectoral. La caída de las cavernas del hombre. El colapso del esternón, guerrero de latitudes inundadas. Y luego del polvo, cocinado al jugo del dolor, vinieron las luces de la ira. Siempre se está traicionando. Siempre hay un parto de emanaciones escarlatas. Siempre se busca al estandarte con los oráculos pueblerinos. Ten thousand days in the fire is long enough, you're going home... La ira, médico de las edades. Invoqué una tormenta roja de nubes. Una rabia climática fabricada con plagas de langostas. Un trueno galopante de sables y mareas. Una destrucción en Si menor. El radio de los troncos nucleares. La sangre arrojada al aire, bailando melodías extranjeras. El que quiera nacer tiene que romper un mundo, dijo el demonio maniqueo. El que quiera vivir, matar a un hombre, agregaría yo. Salpícame de vida porque he de gritar tu nombre...
Es entonces cuando entiendes que el odio puede también curar. Sanar, reparar las heridas, quemar las hemorragias. Las culebras de la tierra pueden ser rojas. La carne también es tierra. Y luego de los hospitales ¿qué ha de venir sino las estaciones de los trenes floridos cuyos idiomas malinterpreté en mis valles? Porque soy un analfabeto de los pétalos calóricos. Sus líneas dictaban paralelismos fraternos y yo leí embestidas de muertes gloriosas. Hay un aullido que se queja por no poder nacer. Y una serpiente altiva que te carcome la garganta. Auguro días de paz gris para los cielos de Abril. Porque yo he recordado el amanecer de los tiempos...

sábado, 30 de enero de 2010

Violetas estelares.

Bajaré desde tu frente, estandarte de civilizaciones lunares. Bajaré desde tus ríos, noches ahumadas del vacío. Bajaré también desde tus escalas rencorosas. Y caminaré también por los pueblos ardientes que no supiste domar.
Y bajaré para decirte que ya no puedes dibujar caminos mientras te recuestas en la yerba. Que ya no puedes arrojar acueductos a las águilas rojas. Ni acariciar el compás de tus metales lacrimógenos.

Y cuando la luna parta en trino te anunciaré, sumido en la cima de una montaña arbórea ¡nocturna!, que los príncipes geométricos se han unido en tu contra. Que las arquitecturas reales navegan contra tus costas. Que todo el arte de los diseños y las construcciones marcha contra las puertas ocultas de tu nombre que encierran la afrenta ardiente que provoca tales guerras. Porque has osado curvar las rectas y expandir los puntos. Te has atrevido a aturdir a las ciencias para doblegar sus leyes y seducir al arte para vencerlo en belleza.

Eres una afrenta a nuestros dioses, literaturas añejas de satines corrugados. Eres la aguja de hielo que destruye sus uñas sangrantes. Eres costurera de reyes existenciales. Eres el hilo que teje la vida. Y un reptil sagrado que devora las muertes.

Y así he de anunciarte el veredicto de nuestros jueces lineales. Un camino se construirá sobre tu cabeza, un valle te ahogará el cuerpo. Y tu mirada, nodriza de nostalgias almendradas, cavará tus tumbas iridiscentes. Porque todas tus líneas han de volver a su curso y todos tus vértices han de ser sofocados. Has estrujado nuestras más antiguas creaciones y hecho una trenza con el camino del tiempo. Has reventado tus muñecas de sangres universales y ahora has de borrar todo el dibujo de tu milagro gráfico, sonoro, espiritual...

Pero no saben los jueces de mi mundo, que Simona estalla en un orgasmo violeta, en un imperio púrpura que inunda la realidad con luces líquidas. Las violetas estelares que caen en tres vidas sobre tus hombros desnudos se ríen caprichosas, seguras de sus victorias. Saben del árbol de tu alma, matriarca de los universos y los placeres, que los expulsa de cuando en cuando para dar un paseo en las estaciones del otoño. Las nebulosas del estío coronarán sus cantares laudatorios mientras yo deje caer mi rostro esculpido sobre tus meditaciones oculares. Y tú reirás por muchos tiempos mientras intercambias los colores de la realidad.

Un lagarto dorado anidará en tu mano abierta. Sus ojos marinos me susurrarán tus secretos. Los estertores de tu historia me darán la razón.