martes, 20 de noviembre de 2007

Catedral

No pido muchas más cosas que una tarde lluviosa en el sur.





Cabaña, calor, memoria. Vivía en las brisas tibias del suspiro de Gaea, dormía en la anhelación del heroísmo, moría en la inexistencia de sus sueños. Vivía en esa inexistencia. Los verdes, los crepusculares y los grises. Se me iba la vida en los soldados acuosos que de las nubosas fortalezas huían en el suicidio. Ella, siempre ella. Ella, nunca ella. Jamás entendió la esteleridad de su iris. No la dulzura de su amargura, no la oscuridad de los descorazonados, no la catedral de mi mirada lastimosa en una ascensión de templarios y meretrices... Mi alma estaba abierta como prostituta ninfómana, pero yo había muerto hace ya muchos eones.



Los libros del mal me construyeron ciudades de arenas púrpuras en aquellos desiertos que limitaban con tus palabras. Remecieron las botellas colmadas de monedas en las noches de la credulidad. Me tentaron con promesas de fracturas y lunas rotas. Me desvanecieron en orgasmos cromáticos. Y otra vez esos caballos solares cargaron sobre las parras de los ínfimos jardines y sus cascos crearon reinos llameantes de hijos autistas que poseyeron a las uvas vírgenes. Los hijos de ese otoño me hablaron de semanas santas y dioses de luto, de aceites y legionarios hechos de trueno. Y me hablaron del cáncer de los estíos, que se los llevaría para siempre.

En un rincón del tiempo, cinco minutos antes de morir, vivo todos los libros que Sofía me escribió, enciendo un cigarrillo para no fumarlo, deseo a una mujer para no tenerla y me reviento los ojos al cerrar los párpados. Mi alma estaba abierta...