miércoles, 31 de marzo de 2010

Las culebras de la tierra.



I: La escama en la roca.

Crudo. Carne. Cemento. Y también concreto. En el segundo tercio de la madrugada alba se nos desgarraron los huesos...

Camino pocos pasos y me detengo ante la cama de Martín. Sonrío, es sólo un temblor, uno de tantos, que ya debe estar acabando. Pero Martín despierta, las culebras lo alcanzan. Y sus escamas son frías. Lo rescato de los brazos de alguien, lo cubro con mi brazo izquierdo, con mi brazo derecho, con el ala de plata de un mensajero de los dioses, con la coraza andina de una geometría no resuelta, con la montaña constelada de un amanecer argento. La muerte no te alcanzará, no aquí, no conmigo, no este día. Y si ésta torciese su mente y me alcanzase a mí para dañarte a ti, le serviré un té eterno con sombrereros locos y liebres de marzo. No aquí, no conmigo, no este día. Pero la culebra se retuerce con fuerza, nos quiebra los pisos, nos quiebra los ojos, nos rompe el oído.

Miro a Camila ensayando un valor arcano y le digo que ya está pasando, que ya acaba. Es entonces cuando se desata la verdadera fuerza. Es entonces cuando comienza. Es entonces cuando la culebra arroja su ira invalidada por los años. Es entonces cuando la casa sufre el orgasmo de la tierra y sus rocas. Y se estremece. Porque la culebra está excitada, sabe que la observa una luna extendida, blanca, virgen, pura. Sabe que las gravedades encienden a las lunas. Y en consecuencia nos azota. Pienso en el fin pero no hablo su lenguaje, ni siquiera en el despoblado de mi cráneo. Las eléctricas agonizan en estertores. En el horizonte, estallidos estelares me empujan por la catarata. El ruido de la roca hambrienta. El ruido de la roca añeja. No hay bellezas célticas en estas sagradas serpientes porque éstas no son serpientes. Éstas son culebras, culebras vivas, culebras frías de iras congeladas en el estremecimiento eterno. Culebras en carne, culebras despreciables. Un caos escamoso de violencias infantiles. Una rata con pies de orilla. Los altos grados de los licores telúricos nos embriagaron con miedo y polvo en las gargantas. Treng-Treng se durmió en nosotros. Y sin embargo, el pecho de un hombre soporta reptiles mil veces más oscuros y fracturas tres veces más profundas.


II: El hambre y el aroma.


Yo caminaba por los valles todas las tardes de Febrero. Cargaba un saco con un abismo repleto de caricias muertas. Un agujero en los planes de los dioses. Una perforación en el único pulmón que tenía. Una excavación capitalista en el pecho derramado. Pero en el valle diminuto, único habitante de su realidad, crecían ciertas raras flores de cuando en cuando. Amé a la primera, flor morena. Quise tanto a la segunda, de primaveras resueltas. Y a una tercera, no mayor a tantas otras que yo había visto, le descubrí ciertas luces sonrientes que me hicieron caminar hacia sus senderos. Pero la mano del mendigo me negó los atardeceres, la caída del cerezo y al arroyo frío. Una puerta de rocas desechables. Un agujero de arenas grises. Un ahogo a muerte estrenado como canto. Y escupí entonces un veneno amargo en aquellas praderas con vista al universo. Pero lo escupí en el mismo agujero que cargaba en mi saco y también en los ojos trizados de tanto ayer. Yo comía el calor de un sol que venció a los titanes y de algunos árboles y piedras serenas. Pero el calor de las flores sabía distinto. Su mayor riqueza era que nunca lo había probado. Algunas mañanas el rocío me traía los aromas de sus pétalos. Yo comía los restos aún tibios de su calor. Por entonces eran mi único alimento. Migajas encendidas arrojadas al infinito. Arenas unitarias en la vastedad del hambre y mi saco taladrado.
Pude seguir moviendo mis muslos a medio cocinar pero mis pies son brutos y deslenguados y no saben de modales o no han querido aprenderlos así que un mediodía arruiné por breves segundos a los pétalos que más cerca tenía en un ataque de hambre iracunda mas siempre cariñosa. Pero el cariño, cuando está ebrio, no excluye las pequeñas violencias en todo caso deleznables. Me quedé seco, repleto de ausencia como el perro hambriento que soy. Otros canes famélicos me corretearon en la mirada. Un río muerto, un fantasma vestido. Y sin embargo no puedo explicarlo. Y sin embargo, no puedes entenderlo. No a menos que hayas caminado por los mismos valles con la misma hambre. Empiria es todavía un reino inconquistable y, desde luego, las letras no pueden cantar todos los óleos del dolor. El dolor es más fuerte. Descompuesto de no-partículas pesa más que las noches republicanas. Las hormigas de la hoja literaria jamás podrán dar cuenta de lo que ocurría bajo mi garganta. Ni tampoco de la tuya ni la de nadie. Y, por lo tanto, no puedo explicarlo. Y, por lo tanto, no puedes entenderlo. Pero me basta con que entiendas justamente eso: que no puedes entenderlo.


III: Los cataclismos y la ira.


Se trataba de ellos, los cataclismos del inframundo pectoral. La caída de las cavernas del hombre. El colapso del esternón, guerrero de latitudes inundadas. Y luego del polvo, cocinado al jugo del dolor, vinieron las luces de la ira. Siempre se está traicionando. Siempre hay un parto de emanaciones escarlatas. Siempre se busca al estandarte con los oráculos pueblerinos. Ten thousand days in the fire is long enough, you're going home... La ira, médico de las edades. Invoqué una tormenta roja de nubes. Una rabia climática fabricada con plagas de langostas. Un trueno galopante de sables y mareas. Una destrucción en Si menor. El radio de los troncos nucleares. La sangre arrojada al aire, bailando melodías extranjeras. El que quiera nacer tiene que romper un mundo, dijo el demonio maniqueo. El que quiera vivir, matar a un hombre, agregaría yo. Salpícame de vida porque he de gritar tu nombre...
Es entonces cuando entiendes que el odio puede también curar. Sanar, reparar las heridas, quemar las hemorragias. Las culebras de la tierra pueden ser rojas. La carne también es tierra. Y luego de los hospitales ¿qué ha de venir sino las estaciones de los trenes floridos cuyos idiomas malinterpreté en mis valles? Porque soy un analfabeto de los pétalos calóricos. Sus líneas dictaban paralelismos fraternos y yo leí embestidas de muertes gloriosas. Hay un aullido que se queja por no poder nacer. Y una serpiente altiva que te carcome la garganta. Auguro días de paz gris para los cielos de Abril. Porque yo he recordado el amanecer de los tiempos...