martes, 16 de octubre de 2012

Blood Magic


   Siempre era noche en la ciudad. La ciudad siempre era noche. Caminando en sus calles se encontraba uno como deslizándose sobre temblores tenues y graves que en cada paso parecían modificar caprichosamente la realidad en el breve lapso que les tomaba cantar a sus mariposas. Pero, ¿qué mariposas son las que cantan en la noche? Sólo aquellas que han develado el mundo y se dejan arrastrar hasta ahí, la cloaca del mismo donde todos los cuerpos se apresuran en llegar.
   Eso era justamente la ciudad. Una cloaca hecha de finales e inicios abortados. Una red última que atajaba las potencias y les enterraba las raíces en cualquier esfera que se fuera a calcinar. La ciudad cubría todo el mundo. La noche cubría toda la ciudad. Pero cualquiera que haya estado vivo, cualquiera que haya sido bebido por el alcohol sabe que las ciudades sólo viven y sólo pueden vivir en la noche. Tal es su canto sagrado. Sólo así su canto carmesí puede ser ahogado por la oscuridad de los cúmulos verticales. Y quién llora entonces con sus electricidades contenidas.
   Su infinitud se desgarraba en edificios y ruinas persistentes que atendían a la caída de los días. Aquí y allá se levantaban sobre leyes confundidas que frente a tanta duda sólo atinaban a dejar hacer y dejar morir. Cimas de luces a medio camino que no terminaban de aceptar su naturaleza fantasmal. Callejones hambrientos que se tragaban las ausencias, los sonidos y, ciertas noches antes de que lloviera, también el aroma a tierra mojada que había lavado alguna mañana. Mañanas oscuras como la noche, amarga yerba incendiando los cimientos de la comida que está muy caliente para ser comida. Los bares eran las sedes de Gobierno. Realezas de cuarenta grados que escupían todas las felicidades líquidas. El paraíso enmarcado en fuego. El fuego ardiendo en los espíritus que danzaban en cada botella, que nadaban en la garganta polvorienta y que se suicidaban en el pecho, o su trastienda, esperando con toda la alegría del mundo que alguien, allá, en algún rincón, muriese de sed.
   Rubí trisado del último imperio, el Blood Magic, se empeñaba en reunir a los amantes y viajeros más pálidos y faltos de luz que se pudiesen hallar. Había que haber sufrido en tierra negra para sentarse y beber con propiedad las sangrías, el whiskey o el polvo mismo de las ratas. Había que haber matado o había que haber muerto, tantas veces como fuese necesario, para comprender al fin los sabores puntuales que aprehendían las lenguas. Había que haber sido escritor y combatiente. Algún espíritu atrapado, lleno de dientes afilados, debía fumarte el alma. Y escupirte y lavarte la cara con una risa en la garganta que bien podía cercenarte los miembros.
   La noche del 23 de Julio, del Año de las Aves Azules, el Blood Magic ebullecía…