sábado, 25 de octubre de 2008

Elisa, ¿y si da?

Son las 7:22 de la tarde de un día de octubre y estoy a unas estaciones de metro de mi lugar de destino. La buena noticia: no llegaré tarde a la cita en el Centro de Detección y Consejería, por lo tanto, no decepcionaré a personas que por lo demás apenas conozco o que nunca he visto en la vida. La mala: voy a saber si tengo el virus del SIDA.

Fue hace casi cuatro meses. Casi no recuerdo cómo la conocí, sólo sé que tenemos, o teníamos para ser más correctos, un amigo en común. Luego, por las ventajosas desventajas de la informática, nos conocimos tanto como dos extraños pueden conocerse estando frente a una pantalla. Ella estaba algo caída, algo débil, a ratos triste. Vestía de negro, hablaba agradablemente. Tenía una hija, muy pequeña, muy linda. Estaba algo caída... ¿y qué mejor para los idiotas obsesionados con el paladinismo que una dama triste? Articulé entonces mis palabras de manos blancas para salvarla. A ella, a ella que no necesitaba ser salvada. A ella, a ella que como el mundo, probablemente necesitaba paladines pero tanto como los necesitaba los rechazaba. Nos juntamos en un bar que yo conocía. Un par de litros de cerveza. Ojos oscuramente delineados. Una invitación a su casa, a su pieza, a ella. Un poco de frío y un poco de ella. Su apertura inesperada y la racionalidad que tanto había elaborado se fue rodando por remolinos ignorantes. Era la presión, era la edad. Era la no protección que me usaba de mondadientes. Era la imbecilidad. Y ni siquiera me gustó.

La vida cobró entonces otros colores. Me arrepentí, desde luego, pero eso no era consuelo. Ya no comprendía la belleza de las hojas pardas del modo en que debía comprenderla. Me asusté y el miedo en un exagerado e hiperbólico hipocondríaco como yo es como un panal de abejas luego de una mal día de trabajo dentro de tus propias venas. Desenfocado. Angustiado. Doliente. Tan estúpido. Las noches se hicieron grises, el miedo me invadió como el agua en el cine y formó tantas repúblicas en mí que me sentía como una comunidad interestelar de demonios. Alguien había rasgado el amanecer, y éste gritaba cada mañana sin detenerse durante toda la tarde. ¿Qué hacía con el resto de mi vida? Si estaba infectado ¿cómo lo decía? ¿Cuál era el mejor medio para decirle a mi madre que acababa de destruir mis sueños y los de ella? ¿Cómo debía caminar ahora por la universidad? ¿Cómo mirar a los ojos? ¿Cómo oler las hojas? ¿Cómo comentar con el viento? Quizás era mejor esperar a que la sociedad me sepultara con su mirada de condena. Quizás era mejor recortarme la cabeza y arrojarla desde un puente en, no sé, las afueras de la ciudad. O sólo dispararme.

Las semanas pasaban y se devolvían riéndose de mí. Traté de averiguar qué hacer. Entonces di con ella. Se llamaba Elisa, según me dijo. Era o parecía ser bastante joven. Me gustaba cómo vestía, me gustaba su corte de pelo, tan moderno y sofisticado. Parecía siempre estar jugando con los parques, las palomas, los comercios, las vendedoras. Me dijo que ella podía decirme si tenía una calavera en la frente o sí, por el contrario, empezaría a caminar por los senderos del nacimiento. Yo le creí ya que la ciencia era quien vestía a Elisa y sus ojos púrpuras cambiaban de lo pálido al destello cuando se enfrascaba en las disoluciones bioquímicas. Era linda y muy amable aunque parecía no mirar a los ojos de las personas, excepto claro, la vez en que te revelaba grandes e importantes trozos de tu futuro. Tuve miedo antes de decidirme a preguntarle, quería retroceder, arrancar y negar. Pero eso no era lo correcto y apoyándome en la música, las artes y los diarios, en los detalles tan evidentes y en las concentraciones del respiro, finalmente me decidí y fui tras ella. Me pidió la mano derecha. Examinó la palma con sus dedos inquisidores. Sin ningún tipo de dolor, me la abrió levemente y extrajo unas gotas de sangre. Sonrió y me dejó ahí, solo en la mitad de la ciudad fantasma, esperando que ocho planetas fueran y vinieran. Lloré. Me desgarré. Sujeté mi cabeza con mis manos. Me deshice. A raíz de tal oscuridad, de tal pavor, busqué a la divinidad, pero como nunca fui campo fértil para la fe, tuve que recurrir a las amistades que sí lo eran. Y las sentí. Me calmaron. Tuve los ojos un poco más secos, la garganta un poco más aireada, el alma un poco más dormida. Ellas estuvieron ahí. Camila estuvo ahí. Gracias a ellas caminé de nuevo al encuentro de Elisa para saber de huesos o luciérnagas pero, esta vez, no de ambos al mismo tiempo.

Hola, Elisa, ¿cómo van tus líos mediterráneos? ¿ya has tenido algún cumpleaños? La gente no te lo dice pero, para tener la edad que tienes, luces de no más de 16 o 17 años. Mírame. Sabes que he llorado, sabes que me he diluido. Mírame. Te abro ahora a tí, Elisa de pieles blancas, buscando la respuesta que temo ver. Te abro la carne, Elisa, y tú, púrpura, me dices en un suspiro, universal, estelar, gris, recóndito, extravagante, telúrico y dimensional: Negativo. Y entonces, el mundo cambia sus cursos de agua y de tiempo, me canta algunas alabanzas a la vida y al recuerdo, se recuesta en el pasto de sus edades y me mira tan, tan tierno. Es la vida, que estalla de belleza a cada rato dentro de cada instante, en cada anillo dentro de cada cornisa. Es la brisa que me recorre desde las costas hasta los hielos. Es el calor, oh Elisa, que me retuerce las entrañas divinas.

Adiós, Elisa de la belleza púrpura. Espero no volver a verte jamás en la vida.