lunes, 2 de junio de 2014

Fisuras en los Abismos.

  Cuando teníamos la tierna edad, cuando todo era pradera, todo era también noche alegre del verano. Todo juego radicaba en la potencia de la imaginación y de los jardines pasábamos a las selvas en un abrir y cerrar de ojos. Cuando tenía la tierna edad de cinco años yo quería tanto al mundo que lo abrazaba todo y todo cabía en la melancolía extrema, en la furia terrible de odiar a los hombres por matar caballos en sus guerras. Me temblaba la mano, el puño cerrado, la lágrima iracunda apenas contenida. Cómo podían los hombres matar a los caballos. Que qué culpa tenían, que qué cosas más injustas pasaban sin que nadie hiciera nada. Y en los momentos de la felicidad mayor yo tenía también pena. Yo pensaba en los lugares que sólo vi una vez, en los lugares en los que estuve y a los que nunca volvería. Cómo se puede aguantar la pena de esto, cómo se puede soportar viajar y mirar las casas que existen al lado de las carreteras o, peor aún, cómo se puede vivir al lado de la carretera. Cómo no te llevan las nostalgias, cómo no te queman las nostalgias. Era como ver lugares nuevos en la noche, cuando estaban durmiendo con los ojos bien abiertos y cantando, cantando cosas que en el día no podían y que decían sobre sucesos únicos en el mundo, fuera de toda moral y toda explicación y que tenían una belleza tan ridícula por ser únicos que uno no podía sino llorar, llorar y quemarse y sentir y volver a llorar y volver a quemarse y sentir. Qué cosas más bonitas me quemaban las ánimas en los ojos cuando pensaba en la basura de las casas nuevas, de las casas viejas, en las cosas cuyos dueños ya no veían, que eran basuras pero basuras aceptadas, que eran un polvo querido, a veces amado. Qué terrible orgasmo en la columna sentir el olor de la comida ajena, del almuerzo ajeno. Qué terrible la tierra mojada de la niñez.
   Cuando yo tenia la tierna edad de cinco años no aguantaba más el amor que le tenía a mis juguetes y, de cuando en cuando, los agrupaba a todos y buscaba abrazarlos, así, abrazarlos como quien abraza a su mascota, rodearlos a todos con los brazos y, sobre todo, protegerlos, ¿protegerlos de qué?, vaya a saber uno, pero yo sabía que debía cuidarlos y que todo lo que estuviera fuera de mis brazos estaría perdido, se iría, como los recuerdos en la carretera o en las guerras de los hombres, como los nombres de los caballos que murieron en sus guerras y como los detalles que un día nos hicieron sentir una pena marina, a raíz de nada, de todo, como si cayésemos en cuenta de que Dios existe y de que Dios es, justamente, una pena infinita, alegría de luz blanca o de luz dorada arrancándose entre las hojas.
   Pero tal era el Poder y la Gloria que nada debía escapar a mi refugio y me hubiese muerto de pena, de nuevo, si no hubiese salvado también a la mugre, a la misma mugre que se acumulaba sin respuesta entre las tablas de madera del piso de mi casa. Y como la mugre era mugre yo no debía tocarla, pero entre tocarla y morir de pena yo debía hallar una solución que venía, cómo no, de la imaginación del niño y veía entonces a la mugre siendo levantada de su sitio por fuerzas y campos, campos que la rodeaban y aislaban, ya no me podía tocar pero yo sí podía abrazarla y nos fundíamos todos, juguetes, mugres y niños, en un solo abrazo que era la salvación, que era la luz de Dios, que era la pena infinita del mar, que era el sentir la ausencia y descubrir que la cima de la felicidad era también, lo mismo, que la sima de la tristeza. Y todos estábamos juntos y nada corría el riesgo de ser olvidado, porque si yo olvidaba algo, ese algo moría, moría de verdad, moría para siempre y me consumiría entonces la tristeza y la historia ya no tendría un sentido, ni un fuego y todo estaría mal. Por eso yo me empecinaba en el abrazo, abrazaba la mugre de mi casa, de mi suelo, para que no muriera en el olvido y me preocupaba con énfasis de repetir con palabras que todos y todo estaba incluido en la redención, incluso la mugre, especialmente la mugre, en plásticos imaginados pero incluida al fin. Y así era feliz, a los cinco años. Así era feliz, siendo triste, abrazando la mugre.
   Treinta y siete años antes había encontrado entre los muros de Ascalón un hoja escrita. Contenía un poema largo que terminaba con dos versos que decían: "1) Que los Abismos no están vacíos" y "2) Que tal es su maldad".

   Esta ha sido la declaración de mi locura aunque bien podría decir insanidad.
  

sábado, 15 de marzo de 2014

Cartas de navegación

Un hombre roto
entregado a los caminos
recordando como máquina
con toda la maldad
que la falta de moral
le confiere
a las
máquinas
y aún
así
aquí
frente al panteón de divinidades
que lo conforman
el viaje se alza
en diagonal
   hacia abajo
como la teoría
   ateísta
que lo construye todo
    tú.