lunes, 28 de enero de 2008

¡Fuego!


Y he aquí que la oscuridad parió fuego y el fuego agua. Porque se vieron esa noche estrellas que se paseaban impacientes por sus praderas lechosas esperando partos de calor y milagro. Y se vieron masas de gentes grises que se reían en sus combates instantáneos discutiendo filosóficamente sobre los beneficios de la verticalidad y la horizontalidad. Y campos de cemento. Y arcos de agua. Y una oscuridad que se tragaba todos los ojos. Y se vieron los sonidos del viento de un instrumento de cuerda mientras lenguas avergonzadas quemaban la imaginación. El público se tragaba sus suspiros, el cielo cerraba sus cortinas y en lo alto de una montaña negra en une negro escenario despertaba el hombre negro. ¿Qué oscuridades no malignas lo vistieron antes de tiempo? ¿Qué brote de lo arcano se abrió en la mutilación de las miradas? ¿El frasco de qué bruja abandonó sus funciones y derramó sobre él aquellas luces autistas? Era como un universo que no se expande, como un pie que no se despegó de la tierra. El hombre de las luces soñaba. También caminaba y volaba y saludaba a la gente, pero siempre con jirones oníricos entre sus dedos. ¿Y cómo volaba? Extendía sus brazos de claroscuro y dos alas de fuego navideño rompían la tela de la noche y prolongaban sus extremidades. Las plumas flamígeras murmuraban sin cesar exactamente como silba el viento entre las hojas de los árboles sabios, nerviosas como el artista que es artista.

Así vivió toda su vida el hombre de las luces, entre los fantasmas de curiosas montañas que cantaban como los dioses de aquella ciudad que murió en la primera nieve. Y entre los árboles músicos que se acostaban con las cuerdas y a las nueve eternidades daban a luz melodías irrepetibles. Y danzaba aquel hombre en busca de su amor de luces frías y en la tristeza de una película francesa lo encontraba escondido ¡Y gritaban los fuegos cuando estallaban en el disparo cromático! ¡Y actuaban los hongos calóricos para acariciar la piel de un humano! Y callaban los metales, y callaban los canales. Y la música se vestía de serpientes distorsionadas y enamoraba al fuego y la luz se amargaba por el amor de los amantes y se enamoraba de su amargura. Y estallaban el calor y el destello, el sonido y lo irreal, para ya nunca en las estancias del hombre volver a cantar.


Colapsó la existencia. Los pilares hermanos se apuñalaron en la espalda. Cayó el techo de las horas.



Y fuera del caos, la lengua de fuego, niña de cuatro edades, bailó eternamente en una mañana de la fascinación.