martes, 30 de diciembre de 2008

Serpientes Estelares.


Sois un cosmos de manchas estelares sobre mi hombro fracturado.

Las serpientes aladas han de construir el pilar ardiente de mi brazo, de mi brazo que pare al naufragio de mi mano, de mi mano que cobija la caldera añeja de mis ideas, de mis ideas que se queman los ojos con el suspiro rebelde que no pudiste crucificar.

Sois el desierto en vela, nadando en la brisa extranjera.

Las vistas destrozadas han de bailar nuestras vidas, han de cazarnos con leches galácticas y han de tirarnos con las deshonras de abril.

Sois el planeta oscuro, distante y lunar.

Los felinos del amanecer cerrarán sus zarpas para sofocarnos con la angustia púrpura, con la arena derretida entre los cabellos del herrero, con la palabra ahogada en un temblor de tus ojos.

Sois Simona de la Aguada Clara, sois el misterio y la uva. Sois Simona de la Sierpe en Flor, sois el orgasmo y la mordedura.

Sois Simona de las Amapolas Muertas, sois la sangre…

Y también la luna.

sábado, 25 de octubre de 2008

Elisa, ¿y si da?

Son las 7:22 de la tarde de un día de octubre y estoy a unas estaciones de metro de mi lugar de destino. La buena noticia: no llegaré tarde a la cita en el Centro de Detección y Consejería, por lo tanto, no decepcionaré a personas que por lo demás apenas conozco o que nunca he visto en la vida. La mala: voy a saber si tengo el virus del SIDA.

Fue hace casi cuatro meses. Casi no recuerdo cómo la conocí, sólo sé que tenemos, o teníamos para ser más correctos, un amigo en común. Luego, por las ventajosas desventajas de la informática, nos conocimos tanto como dos extraños pueden conocerse estando frente a una pantalla. Ella estaba algo caída, algo débil, a ratos triste. Vestía de negro, hablaba agradablemente. Tenía una hija, muy pequeña, muy linda. Estaba algo caída... ¿y qué mejor para los idiotas obsesionados con el paladinismo que una dama triste? Articulé entonces mis palabras de manos blancas para salvarla. A ella, a ella que no necesitaba ser salvada. A ella, a ella que como el mundo, probablemente necesitaba paladines pero tanto como los necesitaba los rechazaba. Nos juntamos en un bar que yo conocía. Un par de litros de cerveza. Ojos oscuramente delineados. Una invitación a su casa, a su pieza, a ella. Un poco de frío y un poco de ella. Su apertura inesperada y la racionalidad que tanto había elaborado se fue rodando por remolinos ignorantes. Era la presión, era la edad. Era la no protección que me usaba de mondadientes. Era la imbecilidad. Y ni siquiera me gustó.

La vida cobró entonces otros colores. Me arrepentí, desde luego, pero eso no era consuelo. Ya no comprendía la belleza de las hojas pardas del modo en que debía comprenderla. Me asusté y el miedo en un exagerado e hiperbólico hipocondríaco como yo es como un panal de abejas luego de una mal día de trabajo dentro de tus propias venas. Desenfocado. Angustiado. Doliente. Tan estúpido. Las noches se hicieron grises, el miedo me invadió como el agua en el cine y formó tantas repúblicas en mí que me sentía como una comunidad interestelar de demonios. Alguien había rasgado el amanecer, y éste gritaba cada mañana sin detenerse durante toda la tarde. ¿Qué hacía con el resto de mi vida? Si estaba infectado ¿cómo lo decía? ¿Cuál era el mejor medio para decirle a mi madre que acababa de destruir mis sueños y los de ella? ¿Cómo debía caminar ahora por la universidad? ¿Cómo mirar a los ojos? ¿Cómo oler las hojas? ¿Cómo comentar con el viento? Quizás era mejor esperar a que la sociedad me sepultara con su mirada de condena. Quizás era mejor recortarme la cabeza y arrojarla desde un puente en, no sé, las afueras de la ciudad. O sólo dispararme.

Las semanas pasaban y se devolvían riéndose de mí. Traté de averiguar qué hacer. Entonces di con ella. Se llamaba Elisa, según me dijo. Era o parecía ser bastante joven. Me gustaba cómo vestía, me gustaba su corte de pelo, tan moderno y sofisticado. Parecía siempre estar jugando con los parques, las palomas, los comercios, las vendedoras. Me dijo que ella podía decirme si tenía una calavera en la frente o sí, por el contrario, empezaría a caminar por los senderos del nacimiento. Yo le creí ya que la ciencia era quien vestía a Elisa y sus ojos púrpuras cambiaban de lo pálido al destello cuando se enfrascaba en las disoluciones bioquímicas. Era linda y muy amable aunque parecía no mirar a los ojos de las personas, excepto claro, la vez en que te revelaba grandes e importantes trozos de tu futuro. Tuve miedo antes de decidirme a preguntarle, quería retroceder, arrancar y negar. Pero eso no era lo correcto y apoyándome en la música, las artes y los diarios, en los detalles tan evidentes y en las concentraciones del respiro, finalmente me decidí y fui tras ella. Me pidió la mano derecha. Examinó la palma con sus dedos inquisidores. Sin ningún tipo de dolor, me la abrió levemente y extrajo unas gotas de sangre. Sonrió y me dejó ahí, solo en la mitad de la ciudad fantasma, esperando que ocho planetas fueran y vinieran. Lloré. Me desgarré. Sujeté mi cabeza con mis manos. Me deshice. A raíz de tal oscuridad, de tal pavor, busqué a la divinidad, pero como nunca fui campo fértil para la fe, tuve que recurrir a las amistades que sí lo eran. Y las sentí. Me calmaron. Tuve los ojos un poco más secos, la garganta un poco más aireada, el alma un poco más dormida. Ellas estuvieron ahí. Camila estuvo ahí. Gracias a ellas caminé de nuevo al encuentro de Elisa para saber de huesos o luciérnagas pero, esta vez, no de ambos al mismo tiempo.

Hola, Elisa, ¿cómo van tus líos mediterráneos? ¿ya has tenido algún cumpleaños? La gente no te lo dice pero, para tener la edad que tienes, luces de no más de 16 o 17 años. Mírame. Sabes que he llorado, sabes que me he diluido. Mírame. Te abro ahora a tí, Elisa de pieles blancas, buscando la respuesta que temo ver. Te abro la carne, Elisa, y tú, púrpura, me dices en un suspiro, universal, estelar, gris, recóndito, extravagante, telúrico y dimensional: Negativo. Y entonces, el mundo cambia sus cursos de agua y de tiempo, me canta algunas alabanzas a la vida y al recuerdo, se recuesta en el pasto de sus edades y me mira tan, tan tierno. Es la vida, que estalla de belleza a cada rato dentro de cada instante, en cada anillo dentro de cada cornisa. Es la brisa que me recorre desde las costas hasta los hielos. Es el calor, oh Elisa, que me retuerce las entrañas divinas.

Adiós, Elisa de la belleza púrpura. Espero no volver a verte jamás en la vida.

jueves, 14 de agosto de 2008

Simona

Hay una nube que baila en el cielo. Un árbol ligero y un árbol triste. Una brisa que lo remece. Varias hojas que construyen sus ciudades. Todo lento... todo lento... Y mi mirada se mueve lenta entre torres muy humanas. Y te busca y te anuncia como la vigía que es.




Los cinco navegantes de mi mano derecha se aprestan y corren nerviosos en sus puestos tan mundanos. Mi barca, mi diestra barca de lino, enfila sus ojos hacia los mares de seda que se revuelven en tu espalda de óleo. Tu espalda es un atardecer, una isla crepuscular que devora los cuentos de piratas añejos. Mis marinos la añoran. Mis marinos la buscan, pero por cada mar que se acercan a ella, tres océanos la alejas tú con solo cerrar una mirada. Y los navegantes, con la paciencia de un dios repudiado, se cuentan historias mientras navegan y se cantan canciones mientras la corona blanca les susurra secretos en una noche hecha con las alas de un zorzal de luto. Y se cantan canciones mientras la corona blanca les susurra secretos en una noche hecha con las alas de un zorzal de luto...




Simona de los lirios rojos

y las espaldas infinitas.

De los surcos aún no profundos

y de todas las hojas que citas.

Simona de la tibieza invicta

y los arcos pluviosos.

De los pilares que nunca callas

y de los soles victoriosos.

Simona de la tarde en vela

y las palabras horizontales.

De los iris que guardan luto

y de aquellos gemidos fundamentales.

Simona de la catedral en flor

y del fuego que se eleva.

De cada planta en cada luna

y de cada barco que me lleva.

Simona de la inexistencia profunda

y la palabra cortada.

De la lejanía sin caminos

y de cada esperanza ahogada.


Y se vuelven, aquellos marinos sin muerte, a los nueve horizontes recortados en la más pasiva desesperación. Saben que no llegarán a tus costas de cristales dorados. Saben que mi barca diestra extenderá sus dedos hacia tu piel caprichosa y risueña sin poder conseguirla. Saben que la curva perfecta de tu hombro se desnudará con el frío de septiembre y con el festín de los seres ajenos. Saben que su mañana sucedió ayer pero nada de esto les incomoda demasiado. Porque ellos han cantado para ti, ellos han soñado con tus sueños y han descubierto que sólo en ti las amapolas sufren de los orgasmos del dios de las tormentas. Ellos te saben, Simona, y te circundan en varias eternidades cantando con las estrellas. En torbellinos dulces que te acarician a la distancia. En la ignorancia suprema que te mantiene alejada de mis barcas calóricas.

martes, 29 de julio de 2008

Autobiografía o Historia de los Espectros Arcadianos.



"El arte de la música
es el que más cerca se halla
de las lágrimas y los recuerdos.
Música, lágrimas, recuerdos."

-Oscar Wilde-

I




Quisiera recordar el día en que nací. O que alguien lo recordara por mi y que me contara de aquellas horas de angustia, de alegría, de incertidumbre, de dolor, de miedo, de decepción, de misterio, de vida y de muerte. Parece que nací en la madrugada, un poco inoportuno encuentro yo. Parece que en un Hospital en el sur de la ciudad. Parece que mi padre no estaba ahí. Yo diría que tuve miedo y que aun recuerdo el trauma al que fui sometido cuando me sacaron de aquel paraíso tibio, oscuro y líquido. Afuera el frío se rió de mi como aquellos fantasmas que aparecen en sueños, en sueños que de tan reales se convierten en recuerdos. Afuera estaba solo y los cuadros blancos y negros que construían los caminos fueron los perfectos heraldos de los graves círculos vitales que me harían vomitar. El día en que nací los hermanos del norte, hace muchos años, se habían independizado de la península imperial. El día en que nací nadie guardó los diarios de la mañana recién nacida. El día en que nací me caí y me fracturé piernas algo más que físicas. El día en que nací tenía la cabeza puesta en asuntos de Estado y vacilaba entre ácidos y músicas experimentales, entre humos y temores viscerales. Una vez dije que cuando nací había muerto... pero digo tantas cosas. El día en que nací es una mentira de las tantas que forman el muro. Aquella sangre cálida y aquel olor de hospital veterano fueron agregados con óleos y manjares literarios. La palabra nacimiento es una falacia, esplendorosa como ciruelas gigantes, ridículamente gigantes. Era una mentira pero toda mentira es miembro de la nobleza de la honestidad. Ni nací ni viví y sin embargo cuando el pulgar de la infección invicta se hunde en mis muslos me siento más vivo que las hogueras caóticas, aquellas hogueras, sacerdotisas del vidrio roto, que danzan sólo en las noches que jamás verán a su incestuoso hermano diurno. Me apura el miedo. Jamás he roto un mundo y sin embargo nada de lo que he dicho es mentira.




II




Después de los años de la fortaleza sin guarnición, como diría cierto entusiasta francés, llegaron los años de las flores solares. Ya he dicho que tenía sueños turquesa, que reía y que no caía. Era el Gran Arquitecto de una civilización sin alma, sin intelecto y con toda la felicidad del mundo. Miraba cómo la tarde se comía al verano justo antes de que un trineo de estrellas sedujera a mi razón y me llevara por tierras donde la hierba siempre larga jamás era vencida por el cemento siempre enfermo. La fraternidad me construyó ideas tontas y monstruosas. El sudor me trajo abrazos de regocijo. El abuelo siempre pasivo sentado en un escaño a la sombra de la parra, de la parra portadora de ciudades estelares, me transmitía sabidurías arcanas en la noche madre soltera, sabidurías que yo asimilaba en seis milisegundos y que olvidaba en tres. Madre llegaba por las tardes de fábricas injustas, fieles a su naturaleza oxidada. Me traía cariños celestiales bañados en chocolate. Me abrazaba. Yo me comía las mañanas, monopolizaba algunas risas, edificaba repúblicas de ridícula felicidad, corría los mundos de la feria y de los tejados verdosos, plantaba mi estandarte en la conquista de lo absoluto y respiraba un aire aun vivo. La ciudad de Arcadia se construyó con pétalos de oro y fue recubierta con las amarillentas hojas de un libro tan sagrado. Nodriza de selvas y arenas voluntariosas, Arcadia era una vida eterna, un grito soslayado en la caverna de los días que se coronaría con llamas violetas en aquella nocturna batalla de los luceros.




El Gran Interludio.




"Mamita Carmen" era muy delgada, tenía el cabello corto y rubio y un gesto de cansancio. Mi abuela parecía severa pero la recuerdo con risas sorpresivas y manos tan cálidas como arrugadas. No puedo recordar si aquella vez que boté lo que me quedaba de pan tostado con mantequilla bajo la cama ella me retó o no. No puedo recordar si era ella. Creo que lo hizo levemente. Sí recuerdo que iba mucho a misa y que se afanaba intentando explicarme que Jesús no era un mago sino algo muy distinto mientras yo me entretenía sobremanera simulando entendimiento y exclamando "¡Ahhhh! ¡Entonces era un mago!" mientras reía y lo imaginaba con un sombrero de copa y una varita, rodeado de pañuelos de muchos colores y de muchos conejos. No sé si me quería, pero si tuviese que apostar apostaría a que sí. Quiero tanto creer que yo la quería. Es muy probable que haya sido así. Nunca entendí muy bien por qué en su velorio me desaté en tal llanto. Quiero creer que fue porque la quería.


Abuelo jugaba conmigo cuando yo contaba pocos años y antes cuando no contaba en absoluto. No me hablaba demasiado, pero sonreía y me miraba con algo que yo diría que era orgullo, orgullo de estrellas en los ojos. Me regalaba cosas y me prometía sus herramientas como herencia. A veces estallaba y paría demonios con sus gritos, pero éstos ya no eran tan violentos como los de su juventud. Al parecer la fidelidad no se esforzaba en conquistarlo mas siempre me pareció que quería a Carmen. A Carmen, mi abuela. Yo lo quiero y me da pena pensar en su partida, incluso en las heridas en sus pies. Sólo a ratos le dirijo pensamientos odiosos en respuesta a su cada vez más tierna ira. La inmensa mayoría del tiempo casi no lo miro, casi no lo toco, casi no le hablo y sólo lo escucho, por temor a que descubra el amor que le profeso. La estupidez es la guaripola y comandante de mi vida, pero aunque la conciencia trata de despertarme, le soy fiel como la lluvia al milagro.


Mi tía vive con nosotros desde hace mucho y parece no hacer otra cosa sino confirmar la regla. Recuerdo que la quería bastante, siempre consiente de su ayuda culinaria y hogareña. Se casó hace mucho, la engañaron hace otro tanto, la dejaron hace poco menos. Le descubrieron una enfermedad hereditaria, llevadera y eterna. Antes hasta dormía con ella, me abrazaba y lo decía. Es curioso, acaba de preguntarme "¿Todavía estai ahí, niño?" dado que evidentemente a esta hora de la madrugada debería dormir. No le respondí, nunca le respondí. Ya no es como antes y yo menos, lo que no impide que la incertidumbre me inunde al pensar en qué haría o hubiese hecho si ella no hubiese estado aquí. No quisiera que muriese.


Madre tiene cincuenta años aunque no tengo certeza absoluta de este dato porque no soy un buen hijo. De hecho no me alcanza para el "buena persona". La quiero, aunque como a todos, siento que la quería mucho más antes. Madre es obrera, "obrera no calificada" como aparece en las fichas, y es lo que de ella más orgullo me produce; puedo decir que tengo sangre obrera, sangre de aquellos que hacen tanto más que los otros, los de venas añejas y bolsillos podridos. Sangre sagrada del que construye vida cuando mueve los brazos, que es pisoteado y humillado y que un día no tan lejano se alzará. Madre me quería y diría que aun me quiere, pero ya casi no lo dice, casi no lo muestra. Yo le produzco orgullo, como ella a mi. Es porque estoy en la Universidad, sé que eso la hace feliz. Soy el primero de la familia en llegar a tan sobrevalorada institución. Madre te quiero, pero mi comandante la estupidez, me impide decírtelo. Desearía haber tenido lecturas y músicas mágicas, pero no debería culparte por dedicar el único tiempo que tenías a nuestra sobrevivencia. Madre, te quiero. Espero que me quieras, espero que no te vayas y me veas subir. De las fábricas ladinas y el cemento en la lluvia, de anteojos no tan fuertes y cabellos otoñales. Encontraremos el perdón, la comprensión y el abrazo.


Mi hermana pequeña, llegó en un tren de azúcar que venía del norte. El día que nació yo estaba en una casa en el campo, no sé por qué. Cuando nació la quise mucho, cuando creció se hizo mi vida, pero cuando volvió a crecer la pensé con odio. No sé manejar los cambios, ni los propios ni los ajenos. Y otra vez ya no era la misma. Si muriese moriría el mundo. A veces la odio, a veces la quiero un poco, a veces no la imagino. Las pocas veces que la quiero, no se lo quiero decir. Si muriese moriría el mundo. Si la tocasen cortaría la mano. Mi hermana pequeña se bajó del tren antes de tiempo y ya no me quiso. Pero Camila era una flor en la mitad de las rocas.




III




Un señor cantante los llamó los "doce juegos". Para mi fueron escalones, tristemente descendentes. Desde el más alto hecho de piedra antigua y vestido de hiedra, caminé, corrí y rodé hacia el más bajo, hermafrodita violado con su consentimiento. Hubo amores y ojos dulces que bailaron con la negrura, hubo camaradas y maestros tan dignos como la letra, hubo vacíos y cejas rocosas que perpetuaron una tradición recién nacida. No hubo una contramirada rojiza, no existió la doncella de pecho abierto y cariños lácteos. No caminaron los rizos dorados hacia mis pies de estaño excepto cuando las tortugas azules y esbeltas que erguidas controlaban mi mente, la pintaron con los pinceles de la creatividad en las telas imaginativas. Me uní a la rueda pastosa de los amantes arqueros que no saben disparar y se hieren las espaldas por tozuda estupidez. Y amé como solo las armaduras de los rinocerontes pueden amar. Las rocas acuosas me descubrieron a Aleida, morena y dorada como el trigo de las cortes, lejana y más lejana, como mi valor de cuna tibia. Mientras me desangraba la mirada con praderas sin tiempo, oía cómo lo fraterno era torturado por imitadores de un ejército siempre vencedor, traidor y asesino. Me nació la lujuria, por accidente sin fortuna. Se graduó mi conciencia, por lo eventual del universo. Odié a dictadores, noté mi casco de minero. Me arranqué la garganta para no gritar por el dolor que me produjo el arrancarme la vieja fábrica de latidos. Dejé que la luz de humo blanco se fuese a dar una vuelta y que las alimañas húmedas me tomaran por nación. Los tres hitos de mi vida, el amor a Aleida, la contemplación de la divinidad y la conciencia de la inexistencia de ésta, se grabaron sus nombres simultáneamente en sus muñecas sin venas ni cadalsos.




IV




Dada la falta de príncipes espaciales, no sabía en qué asteroide me encontraba. Vino mi anarquía de corrientes intravenosas y varios pequeños caos de mares sin espuma. Recuperé parte de los éxitos de la semana pasada, de la semana de doce años y me hundí en abismos aun más intensos. Mucho más que la muerte, se buscaba la disolución. Conocí a seres extraños y a letradas de estíos hermosos y nevados. Ya estaba consiente de que mi mirada era eterna, no porque mis ojos no perecerían sino porque ésta era una peregrina con demasiada esperanza y poca fortuna, con mucha belleza y nada de destino. Abrí y ante mi se abrieron las piernas de aquello que deseamos, pero fue mucho más la estupidez y no la lujuria la que me obligó a marchar hacia el abismo de la incertidumbre. El miedo me apura. Quizás muera dentro de poco y no quiero. Quizás me condene a la muerte sin aplausos. Quizás deba acelerar el paso a las estancias de los camarotes eternos, de las camas tan grandes. Quizás despierte, quizás te ame. Quizás me perdonen, quizás descubra. Quizás descanse. No buscaré la supresión de mi existencia a menos que deba y que tenga el destello de infinito bajo mis ojos y entre mis manos. Quizás navegue por lo que no acaba, quizás sonría en el amanecer del mar en flor. Quizás me abrazes cuando imagines mi mano. Quizás despierte, quizás te ame.






Hay un destello de silencio en el abrazo del invierno, un rastro de calor en la mirada que nos sostiene. Y una tormenta suave de vida en cada palabra que nos damos.

sábado, 22 de marzo de 2008

La Elanor del luto.


Te miré tantas veces bajo tan distintos cielos en aquellos días pasados que los árboles de piedra llegaron a afirmar que todas mis miradas no fueron más que una sola, larga e indestructible oración a la belleza que galopara más allá de la mortalidad, más allá de las luces, más allá de cualquier recuerdo.

Siempre fue nuestro secreto. Aquella lejana tarde que sin serlo era Abril, entre las hojas más vivas de la existencia y las flores más alegres de la madre de una primavera ausente, la magia se apoderó de mi voz y elevó cantos de gran voluntad creadora, cantos que tejieron con hilos oníricos la visión más deslumbrante que ser alguno podría soportar antes de perder la cordura o dejar escapar la vida en un último suspiro satisfecho. Solo nosotros conocemos la autenticidad del mágico canto que esa vez inundó nuestros corazones. Solo nosotros sabemos que cada palabra cantada era superada por tus actos sublimes, por tu caminar sobre aquél césped que jamás gozaría de nuevo de tan sacros pies, por tu mirada curiosa como un gato que no sabe a lo que se enfrenta, por la luz de tu alma sin mácula. Siempre fue nuestro secreto. Más de alguno sabrá las palabras que nos dijimos aquel día de soles majestuosos, mas nadie conoce lo que nuestros ojos hablaron en el refugio del silencio, nadie puede aventurar siquiera lo que nos dijimos mientras viajábamos a las estancias ruinosas de una extraña ciudad que nuestro fervor nos construyó. Nadie conoce de los mundos que dimos a luz cuando desde nuestra distancia tocamos nuestras manos. Y es que ¿Qué señor de artes no inventadas pudo elaborar tales óleos celestiales como para llenar de los tonos de la delicia tus manos tibias? ¿Qué antiguo dios en sus siestas de mediodía soñó tal perfección que enloquecido por jamás volver a verla abrió su cabeza para arrancar su corazón y así dar a luz la idea perfecta de tu concepción? Oh Arwen, delirio de pétalos dorados, ¿Qué niñas de edades congeladas jugaron a idear la primavera inmortal de tus labios altivos? Y cuántos días fueron éstos el destino final de todas mis plegarias, de todos los silbidos que mi espada dio. Cuántos días fueron ellos el final de la historia, el último peldaño en el universo de lo que es, el último regazo del errante eterno. Y ya que la hora se acerca, dime divina doncella, ¿Qué melodías artesanas se sentaron junto al gran fuego de la primera velada para construir los relucientes jinetes turquesa que cabalgan por tus ojos en la noche del verano? Revélame la identidad de las ancianas que recogieron las esencias de las nubes estelares que crecen en el campo y que fabricaron con éstas tus iris de universos azules. La nieve crepuscular de tu cuerpo. La colina sagrada de tu voz. La caricia siempre presente de mi mano en tus oídos. ¡Oh, ya que el llanto ahoga las respuestas de mi amada, díganme ustedes, testigos del infinito, qué joven divinidad aprendió de letras, pinturas y músicas y dejando caer su cabeza sobre el taller derramó los aceites de la creación de Arwen! ¿Por qué murió luego de crearte? Porque la exaltación es la cegadora de sus hacedores y allá donde el ave canta para bañar al mundo, allá brotarán los restos de tus padres.

Es la hora. A llegado la incisión en la línea sin fin en la que debo honrar a la piedra. Mi último lecho no me sostiene, yo lo sostengo a él. Mi última mirada no te busca, porque siempre has vivido en ella. Sean estas cúpulas y grises pilares los sostenedores finales del gran cuadro que formamos. Y estas nubes de una tormenta que nunca llegará sean las hijas orgullosas que nuestros rocíos amamantaron en el alba del rayo. Las sombras de nuestro dolor nos reemplazarán en los jardines que fueron bendecidos por nuestro amor. Un lamento afilado volará por los reinos de la curva. Un llanto demasiado lento tocará los pies. Las hojas del otoño serán mecidas sobre la roca tallada cada vez que alguien sienta las reminiscencias de lo que fuimos. Sus colores de un calor no valorado navegarán al caer sobre brisas marineras. Costas sólo imaginadas recibirán los suspiros que nos damos en este momento de compromisos. Demasiadas veces me llamaste Esperanza, demasiadas en verdad como para no verla ahora en la electricidad que carga el aire. Mas hoy, en el día de nuestra muerte, hemos de declamar por última vez nuestro amor soberano, nuestra unión indivisible, nuestra mirada inconquistable. Hoy, día en el que desaparecemos como las luciérnagas, hemos de cerrar los ojos para siempre y regocijarnos por una última y eterna vez de la victoria que en verdad somos. Y hemos, en la barca de nuestra despedida, celebrar el hecho de que nunca más en la línea sin principio ni fin, se verá amor tan sobrenatural como el nuestro, de tal amor que quebraría el mundo en muchas partes, pues no está permitido ni aun para las diosas-madres elevar la cima que edificamos con nuestro milagro sobre los abismos del resto de la negra existencia.

Arwen, acompáñame en esta costa nocturna, en esta travesía sobre mares de tiempo y deja muy atrás la divina flor que tu última lágrima derramó por mí.

martes, 19 de febrero de 2008

"Ecce Qui Tollis Peccata Mundi"



La Venganza de muchas Puntas.


En la mañana de los vidrios rotos se elevaron las balas prisioneras que habían permanecido ocultas en el viejo cañón. Mientras cruzaban el humo que reinaba en aquellas islas de la humanidad recordaban los más brillantes momentos de sus vidas instantáneas. Cada una de ellas soñaba con ser la primera en matar a un hombre, con destrozar la cabeza donde se ocultaba la cura de las enfermedades, perforar los pulmones de aquél que miraba las telas rotas del cielo o reventar el corazón de ese que en un día temprano se atrevió a desear y que era esperado por un milagro de largos cabellos. La primera que logró su objetivo lo hizo partiendo en dos un iris de verde generoso, que lloró levemente por el dolor causado y que cerró sus propios ojos en gesto de decepción. Luego el ejército de los gritos hizo su aparición en el último de los días y cargó sin piedad en aquel caos soñado contra cualquier vestigio de los sueños turquesa, y pasó por la espada a las últimas aldeas de jóvenes madres y niños temerosos, quienes murieron en la más alta de las felicidades antiguas.

Nosotros... nosotros atacamos porque tú nos atacaste. Nosotros, nosotros repetimos tu discurso y construimos un peldaño más en la escalera casi infinita de la destrucción, el más deslumbrante monumento a la más exaltada estupidez.


Miradanegra.


En la inmensa fortaleza flotante, el general Miradanegra apoyaba sus manos en uno de los tantos paneles que abundaban en la sala de mando. Nadie podía decir si estaba contento o asustado o si por su mente pasaban dudas que no le permitían emitir palabra alguna. Estaba ahi, en ese lugar, en esa postura, desde hace más de trescientos años. Sin embargo, era el día del cambio. Por eso nadie se asombró cuando el silencioso general tomó en sus manos la delicada flor de las edades y la hizo bailar sobre sus palmas de tierra húmeda. La niña de pétalos vivos y vírgenes danzó como seductora odalisca moviendo sus hojas lujuriosas y tratando de atrapar a cada ser que pudiera verla. Era la gran meretriz de Babilonia, que quemaba con hielo y sanaba con tierra y que se reía en sus estancias internas siempre a través de sus ojos negros.

El general la observaba sin un rostro evidente, sin el más mínimo atisbo de perturbación, cuando repentinamente acercó sus manos y comenzó a estrangular a la gran mujer, y vio cómo ésta se retorcía y gemía de dolor y placer, hasta que comenzó a sangrar con inusitada violencia y cayó muerta a los pies de la iglesia. Entonces Miradanegra gritó a sus oficiales "¡Agnus!" y tomó su pesado revólver. Puso su mano derecha como si fuese a juntarla con la izquierda para rezar, pero en vez de eso con la siniestra tomó el arma y la golpeó contra la palma opuesta, desintegrando así la carga de Atlas.


La Orden del Cordero.


Al tierno animal le amarraron las patas y lo pusieron boca arriba. Sus ojos acuosos respiraban asustados y casi no tenían poder para reflejar su entorno. En su honor fueron dichas mil veinticuatro oraciones y sacrificadas las vidas de tres piedras. Abrieron el techo del mundo y lo lanzaron sin más hacia la tierra de su padre. Cayó como la duda, más rápido que la injuria. Y al tocar con pies de plomo la falsa creación, estalló finalmente en la verdad, la alegría y la destrucción. Y su cuerpo fue el fuego de los dioses que avanzó como la caballería de Oranos con el terror como canto. Construyeron una torre de fulgores despiadados donde sacrificaron a los árboles sacerdotes. Aplastaron la cuna de las noches. Gritaron en el alba de los disparos. "¡Es el Caos quien te llama! ¡Ven y azota tu cabeza contra mis pies! ¡Es hoy el día del banquete! ¡¡Tráeme tu garganta deshecha y te brindaré las más altas plumas del río!". Y nunca como antes se alzó el desorden en la existencia del mundo. Y nunca como antes reinó tal caos en el cadáver del hombre. Y todo fue fuego, sombra y grito.


El Último Orgasmo.


Fue entonces cuando Cronos cesó sus funciones. Los pueblos de la tierra agonizante cantaron en la primera lengua y adoraron a la única deidad que se hizo presente en aquel paisaje, aquella Torre de Fulgores Asesinos que cumplía sus deseos sordos. Y toda la tierra se vistió de primavera para recibir a la paz. Brotaron los manantiales, los rocíos, las estrellas, los bosques ya no vírgenes y las niñas pequeñas. Un coro de ángeles en el oeste. Siete veces siete. Era la hora de la mañana, el último orgasmo antes de la daga. Se mezclaron los cantos del terror con los de la alegría, los jinetes despiadados con los niños soñadores, el caos de la destrucción con el caos de la risa. Rojo y gris, negro y azul, blanco y verde, negro y oscuro. Cabalgó la Muerte envuelta en telas de miradas petrificadas alrededor de la Gran Torre del Fuego, con risas sarcásticas y su estandarte de flores y agujeros negros. Y justo antes del tiempo, el caballero del blanco silencio desenvainó su espada y cortó la existencia. La onda expansiva cubrió a la tierra y quemó todos sus pecados, la desnudó y la echó ahi, al inicio de las eras, donde todas las cosas terminaban y donde todas las cosas podían volver a empezar.


La Paz.








(... un soplo de luz para el que calla ... un suspiro de la nada...)









lunes, 28 de enero de 2008

¡Fuego!


Y he aquí que la oscuridad parió fuego y el fuego agua. Porque se vieron esa noche estrellas que se paseaban impacientes por sus praderas lechosas esperando partos de calor y milagro. Y se vieron masas de gentes grises que se reían en sus combates instantáneos discutiendo filosóficamente sobre los beneficios de la verticalidad y la horizontalidad. Y campos de cemento. Y arcos de agua. Y una oscuridad que se tragaba todos los ojos. Y se vieron los sonidos del viento de un instrumento de cuerda mientras lenguas avergonzadas quemaban la imaginación. El público se tragaba sus suspiros, el cielo cerraba sus cortinas y en lo alto de una montaña negra en une negro escenario despertaba el hombre negro. ¿Qué oscuridades no malignas lo vistieron antes de tiempo? ¿Qué brote de lo arcano se abrió en la mutilación de las miradas? ¿El frasco de qué bruja abandonó sus funciones y derramó sobre él aquellas luces autistas? Era como un universo que no se expande, como un pie que no se despegó de la tierra. El hombre de las luces soñaba. También caminaba y volaba y saludaba a la gente, pero siempre con jirones oníricos entre sus dedos. ¿Y cómo volaba? Extendía sus brazos de claroscuro y dos alas de fuego navideño rompían la tela de la noche y prolongaban sus extremidades. Las plumas flamígeras murmuraban sin cesar exactamente como silba el viento entre las hojas de los árboles sabios, nerviosas como el artista que es artista.

Así vivió toda su vida el hombre de las luces, entre los fantasmas de curiosas montañas que cantaban como los dioses de aquella ciudad que murió en la primera nieve. Y entre los árboles músicos que se acostaban con las cuerdas y a las nueve eternidades daban a luz melodías irrepetibles. Y danzaba aquel hombre en busca de su amor de luces frías y en la tristeza de una película francesa lo encontraba escondido ¡Y gritaban los fuegos cuando estallaban en el disparo cromático! ¡Y actuaban los hongos calóricos para acariciar la piel de un humano! Y callaban los metales, y callaban los canales. Y la música se vestía de serpientes distorsionadas y enamoraba al fuego y la luz se amargaba por el amor de los amantes y se enamoraba de su amargura. Y estallaban el calor y el destello, el sonido y lo irreal, para ya nunca en las estancias del hombre volver a cantar.


Colapsó la existencia. Los pilares hermanos se apuñalaron en la espalda. Cayó el techo de las horas.



Y fuera del caos, la lengua de fuego, niña de cuatro edades, bailó eternamente en una mañana de la fascinación.