viernes, 16 de octubre de 2009

Simona de las divinidades amerindias.


De Rebecca Guay.


Del último naufragio de los marineros errantes.

Y he aquí que los cinco marineros de mi diestra barca se acercaron al calor de las palabras de Simona. Y en sus tibiezas de brisa intacta reconocieron sus miedos arrastrados, infundados, sonrientes. Sin incendiarse, sin encenderse se quemaron. Porque Simona mueve mares desde el cielo hasta las nubes y no lo nota, crema destinos sin delicadeza y las ideas sobre sus ojos no se inmutan. Y así llegaron los marineros de mi mano a escribir en negra tinta la última de sus vidas trashumantes. Y así llegaron mis orgullos navegantes a rendirse honores en el día de su propio naufragio, donde serían los pinceles que dibujarían su propia destrucción caótica de corrientes azules y tempestuosas, de óleos ácidos y sombríos, en una lentitud que desesperaba a la eternidad de las piedras estelares.
Y en un descuido del vacío, se ahogaron tales marineros en la suspensión de sus existencias según la gran sierpe de todos los mares los engullía. En su muerte de escamas los maderos de la barca se suicidaron lanzándose a los agujeros negros que creaban remolinos en un agua poco santa. Los gritos de los deudos del mar cabalgaron sobre espumas furiosas que desgarraban sus propias gargantas enfermas. Un cielo negro acuchillaba a su pérfida amante de algas y mareas con relámpagos sedientos de muertos. El mar sangraba viajeros. En una esquina del universo la luna quinceañera lloraba por el cadáver de sus amores acuosos.
Y en otra esquina de un universo contiguo un ruiseñor de fuego se carcomía el corazón, apagando para siempre todas las letras de dios.





Del capitán de las lluvias del este.

Luego de cuatro edades de muertes náuticas se encontraron los marineros de mi diestra mano en una de las calles del cementerio de los abismos. Sin los ojos adecuados se enfrascaron sus miradas en duelos infinitos y ruidosos hasta que al fin llegó ante ellos un murmullo de espíritus dorados, un destello de las edades de las manzanas, un calor de los hielos asesinados. Era el capitán de las lluvias del este, perdido hace segundos incontables en los anales de los bosques submarinos. Su cuerpo de éteres turquesa refulgía a ratos de constelaciones recién nacidas mientras que su pecho mostraba como estandarte de las glorias soñadas un altazor en llamas que era acariciado por lluvias amorosas que jamás se detenían. Las costras del grafito, cual armaduras atronadas, le cubrían las pocas debilidades. La mirada altiva pesaba la rectitud sobre la roca que erige las simetrías. Y un camino sin destino le serpenteaba en la mirada.
Veloz como los descubrimientos de los niños el capitán de las lluvias del este gritó a los marineros sorprendidos y con sus gritos construyó una barca, más dura que la difunta, de falanges celestiales y voluntades siempre nuevas y ansiosas de fuegos astrales.
Una maldad marcó el rumbo y el capitán y su tripulación de cadáveres redimidos revolucionaron el fuego de la piel espumosa de los mares del oriente.





De Simona de las divinidades amerindias.

Y he aquí que la barca reluciente de los altazores del crepúsculo emergió frente a las costas de un mundo verde de selvas y esperanzas. América, lo llamaron aquellos que fabricaban canas en sus cabezas rezumantes. Nuestra América, aquellos que cazaban águilas cuando el siglo se partía en dos. Pero ninguno de los hijos de la historia notó jamás que el nombre de tales reinos donde la divinidad se engendraba a sí misma se escribía con las letras de Simona. De Simona, la de las espaldas infinitas que, teniendo fin, jamás podían dejar de ser recorridas por los capitanes inventados que vivían una sola tarde de admiración por la piel morena de las Américas. Piel de los tonos del cacao esclarecido. Piel de las lunas tostadas en la noche del verano. Piel de los trópicos mágicos que devoran a sus hijos... Y la barca de mi mano y sus altazores ardientes de marinería renovada observaron cómo cielos y mares daban a luz al dibujo de la belleza de los llanos silenciosos y las costas agotadas de tristeza.
Porque sobre su pecho, Simona desenvuelve los misterios arcanos de un Andes secreto, de sudores de metales preciosos, de cantares de pájaros melancólicos. La sutileza que erigió tales montes aún los reviste con la elegancia de un criado orgulloso pero les saca las nieves cada vez que los altazores inflaman el pecho y la vida del capitán de las lluvias del este, evento que sucede una vez cada tres nuncajamás. Se quedan entonces las blancas telas aburridas e ignoradas con la senilidad de las hechiceras añejas. Pero son las mismas hechiceras las que cuentan leyendas sobre razas diminutas de ingenieros humanistas y arquitectos artistas que dibujan sus planos según observan cómo la espalda de Simona se arquea deliciosamente con cada atisbo de un orgasmo lluvioso y selvático, con la humedad de las hojas al sol del final del día, con la fuerza de los temblores mineros del cobre tronador. Porque Simona desnuda su hombro izquierdo y la mitad de todas las cosas evoluciona a un estado superior. Y Simona desnuda su hombro derecho y la otra mitad de las cosas continúa la evolución. Porque Simona atrapa rocíos en sus pestañas de universos autistas y los guarda entre ellas temiendo un llanto del estío. Se guarda de las penas y las heridas bajando una escalera con la mirada. Recoge la tierra con las manos cuando aguanta la palabra indebida. Lamenta los días perdidos cuando descubre que, sin querer, volvió a crear varios universos al extender sus cabellos negros sobre las colinas de Nuestra América. Piensa cuántas vidas seculares les tomará a las flores blancas y amarillas que un escritor despedido deposita sobre estos cabellos convertirse en los soles y nebulosas que están destinadas a ser. Porque Simona guarda un fuego de civilizaciones de piedras azules, una memoria de pueblos indomables. Simona guarda un espíritu que le recorre el cuerpo con deseos honorables y un ave que vuela sin conocer de destinos. Simona mira y se caen las teorías geométricas. Simona coleriza y se reinician las existencias de los dioses. Simona ríe y todas las primaveras dejan de contenerse y dan a luz, al fin, a todas sus hijas cromáticas.
Pero también Simona ignora. Y cuando Simona ignora... yo, capitán de las lluvias del este, encuentro caminos de azúcar para amarla, encuentro dibujos de seda para amarla, encuentro otoños de miel para amarla. Y sobre sus labios de licores de anís, sueño destellos de libertades ardorosas y días de escaleras acuosas. Y compongo canciones mientras tejo la noche en mis barcos y circundo sus costas con mis marineros valientes. Y las canciones que canto empiezan por Simona y por Simona yo canto y por Simona yo labro y por Simona cosecho revoluciones matutinas.
Y por Simona yo escribo canciones al alba, al alba de las constelaciones, de las constelaciones ardorosas, del ardor de las edades, de las edades de Simona.

jueves, 17 de septiembre de 2009

Las verdaderas aventuras de Liniers.







De acá Liniers. Simplemente genial.

sábado, 5 de septiembre de 2009

La Ciudad y la Noche

En la ciudad de los dioses muertos caminé descalzo por la noche. Por la noche, serpiente de edades escamosas. Y caminé por los negros caminos entre aquellos edificios poco habitados, entre las esquinas de gente triste que jugaba a la lujuria, entre los callejones y sus rojos ladrillos que ocultaban a las flores imperiales. En el centro, refugio de fantasmas coloniales y crímenes futuristas, los carteles del tránsito me indicaban "Tu crimen fue tener un corazón". Y yo seguí caminando pero no pude evitar recordar las sensaciones de una vida pasada, donde era un demonio de ropas nocturnas y pálido cuerpo que en lugar de corazón tenía una cloaca, a ratos luminosa, capital de ratas y culebras. Era feliz entonces, no tenía nada que sentir. Pero la ciudad es eterna y la noche con sus mantos y amoríos la cubre de nostalgias y licores. Y hay que seguir caminando. En la intersección de Recuerda el Dolor y Recuerda el Amanecer me detuve a contemplar las memorias del concreto. Es de mañana en algún lado y llueve pero la lluvia ya no me canta sus alegrías. Me sacó del letargo la cabalgata de un jinete fantasma de una Edad mediana, de armaduras repetidas y recocidas en la hierba. En su estandarte llevaba la consigna de los roedores del nuncio: "La vida sería perfecta si el alba jamás avanzara". Pero el jinete se perdió en la noche y con él toda secuela del oriente.
Cuando noté que las luces de la calle eran de óleo seguí caminando. Y caminé por las flores del inframundo que se construían en la ciudad con la forma de bares y otros males. Y caminé entre los pobres y entre los perros y ahí una vieja recién nacida y ungida con el polvo de un dios cojo me dijo "Sí, mi rata de auroras boreales" mientras se reía tan lentamente que en ello se le fue la vida. Yo no le entendí así que seguí caminando. Algunos autos y algún ruido de diversiones vacías. Alguna fractura y alguna garganta desgarrada. Caminé hasta un callejón olvidado de tu mano. Caminé con pocas ideas y los bolsillos húmedos. Caminé hasta que mis pies pisaron algo y conocieron por fin el frío. Al principio no lo reconocí, así que me agaché a verlo. Sí, era él y ahí estaba, tirado y humillado y frío como el relámpago en el ojo ártico. Sonreí entonces, sonreí como no lo hacía desde que olvidaste hablar. Y lo pisé, lo pisé con mis pies quebrados y lo aplasté, lo aplasté como a los corderos en los jueves. Y cuando noté que su sangre trataba de seducir a mis uñas subiendo entre mis dedos y acariciando mis tobillos, lo pisé más fuerte y lo aplasté más rápido. De haber testigos se hubiese dicho que aquello era una danza infernal de maldades cósmicas pero eso no podría estar más alejado de la verdad. Mi danza era un himno a la alegría de los que amaron. Mi baile era una feliz victoria sin alegría. Cuando el fuego y la vida se apagan, solo queda el frío. Y cuando el frío se deshace de sus luces solo queda el vacío. Y cuando el vacío se suicida... sólo queda lo que ya no queda.
Así que seguí saltando y pisando y aplastando y destruyendo a mi corazón helado y mal parido y seguí bailando entre las estelas de la sangre en las selvas del susurro, entre los dolores regurgitados de la ciudad y la noche. Entre el secreto altivo de tus ojos orgásmicos.

domingo, 16 de agosto de 2009

Camilo y Martín

A Camilo y a Martín casi nadie los entiende. Camilo ama a Martín. Martín, desde luego, ama también a Camilo. Como tantas otras veces en tantas otras historias, esa acumulación de miedos que creen haber encontrado un refugio y un camino a la salvación, y que lleva por nombre sociedad, los ignora. Y si tuviese certeza de su amor, los miraría con toda la extrañeza que le es posible. Pero Camilo ama a Martín y Martín ama a Camilo y no hay nada, ni en este mundo ni en el siguiente, que pueda cambiar eso. Porque Camilo llegó entre los vagones fríos del invierno, muy de prisa, a una ciudad que no conocía bien. Las curvas doradas de su cabello no se acostumbraron nunca a nuestras soledades. Pero él, como un provinciano valeroso, insistió y fue capaz de encontrar el camino a la gran capital de los cementerios y las nubes. Martín también llegó de una provincia, ubicada en los mares del sur. Su cabello también era rubio pero liso como las paredes de las agujas góticas. Martín tiene los ojos negros como su primer hogar pero tan transparentes que la gente a veces teme mirarlos creyendo que su alma será expuesta. Martín lo observa todo como si tal acción le fuese encomendada por seres estelares de una naturaleza oscura y más allá de toda comprensión. Camilo... Camilo observa a esos seres y aun a otros de esencias aun más extrañas.
Camilo ama a Martín y Martín ama a Camilo. Los separa una distancia tan grande que sería ridículo intentar explicarla y sin embargo se quieren de un modo sobrehumano. Las repisas de antiguas guarniciones romanas suelen preguntarse cómo es que tanto se quieren y cómo, sin que ellos hagan el más mínimo esfuerzo por ocultar su amor, nadie, ni en su familia, lo nota. A veces ellos se preguntan qué pasaría si sus cercanos se enterasen de su amor. Concluyen, por lo general, que éstos tardarían muchísimo tiempo en entender que tal sentimiento se puede dar y mucho tiempo más en aceptarlo, si es que alguna vez llegasen a hacerlo.
La nubes corren negras en la ciudad y sin embargo Camilo ama a Martín. En tiempos lejanos crecieron juntos en planicies casi divinas. Se miraron y comprendieron la cercanía de sus almas. Se abrazaron y entendieron que los caminos de la leche están para ser recorridos con la boca. Se tomaron de la mano y disfrutaron de los proyectos de paraíso que tres religiones aun no creadas planeaban instaurar, cada cual, como el único verdadero y valorable. Se adoraron como deidades griegas recién bañadas por su padre de tormentas. Se amaron y lloraron por los tragos amargos que la viña les servía.
Camilo ama a Martín y Martín ama a Camilo. Yo también los adoro. A Martín mi primo y a Camilo mi también primo. Camilo ama a Martín y Martín a Camilo, pero ya no podrán salir a jugar juntos y descubrir el mundo y los universos que se esconden en el jardín como los hermanos de mirada que debían ser. Camilo se bajó de los trenes calóricos de su madre hace unos meses pero no soportó la luz algo contaminada de esta ciudad algo contaminada y decidió morir luego de algunos segundos que las miríadas persas no podrán entender. Su vida de menos de un minuto repite su eco en mi espíritu tratando de ahuyentar a los demonios terribles que se formaron cuando oí que había muerto nada más nacer. Martín, por otro lado, decidió quedarse y esta noche duerme tranquilo cerca mío. Ya venció a los titanes que agujereaban su corazón de nubes ardientes.
Camilo ama a Martín y Martín ama a Camilo. Camilo cabalgará sobre corceles estelares y sobre praderas crepusculares. A ratos se volverá a sonreirnos. A ratos atravesará las existencias. Martín navegará sobre los mares de la victoria. A ratos se volverá a sonreirnos. A ratos... a ratos danzará con los destellos inextinguibles de Camilo.

domingo, 14 de junio de 2009

Los Santuarios de la Caída.






Cuando dejé de correr, luego de tres vidas y media, noté que los árboles habían crecido de modo monstruoso y melancólico. Miré a mí alrededor y en medio de aquel bosque de verdes magias comprendí que había llegado al fin. Comencé a escalar el ciprés que tenía enfrente. De vez en cuando paraba en alguna de sus arrugas hospitalarias para recostarme y recordar los días malparidos. Bebía de sus líquidos ambiguos y me abría dulcemente la cabeza para dejar escapar los dolores fluctuantes de cientos de miles de tardes y noches. Me tomaba otras dos vidas juntar la fuerza necesaria para mover el cuerpo y tratar de reanudar la marcha. La voluntad para realizar tal hazaña la tomaba prestada de los libros de las bibliotecas que el ciprés autista mantenía prisioneras. Estaba húmedo y luminoso de verdes numerosos. A veces miraba hacia sus hojas sobrepobladas de ciudades terriblemente temerosas y curiosas sobre los hilos del hombre y la lluvia. Los habitantes de tales ciudades habían hinchado sus ojos con las luces celestes de una mañana de lectura. Pero tenían miedo y temblaban cada vez que debían dejar sus hogares para alimentarse de los cuadernos de los niños que éstos habían olvidado bajo el barro y el campo. Sus pieles de fríos tonos gritaban a las edades el temor que sentían por sus condenadas vidas instantáneas. A veces los miraba y creía recordar algo o reconocer a alguien, pero cuales siervos extasiados, los habitantes de tales ciudades del miedo huían tan rápido como podían o caían muertos luego de que su corazón de cristales etéreos se contrajese por última vez. Proseguía mi marcha entonces, no con más anhelo de cimas venturosas ni más deseo por países extraños. Al amanecer del séptimo siglo llegué a la hoja más reluciente de todo el conjunto. Su aura de vidas húmedas se expandía como la revelación por sobre existencias imaginadas. Había un ruido allá arriba, un murmullo de civilizaciones ocupadas. Estaba casi en la cima del ciprés de las despedidas y la solemnidad del momento me hizo su intérprete. Caminé sobre el verde santuario con la lentitud de los enfermos en la guerra. Lloré un par de veces sobre mis pasos casi inexistentes antes de llegar a la punta declinante de tal lugar de nacimientos. Las brisas tristes me arroparon con frío y risas tenues, con cielos de dorados muertos y relámpagos ridículamente tiernos e inofensivos. No había más sonido que el susurro hiriente de tales vientos. No había más palabra que la que debí decir y no dije. Los latidos de una música fantasma me esculpieron la frente y desenterraron un ojo de cinco años que jugaba a las escondidas. Entonces comprendí a las cadenas existencialistas que unían a los tres Santuarios de la Caída. La hoja en las cima de los árboles monstruosamente melancólicos que sostenían a una gota rezagada de la última lluvia. Los cúmulos azules que se alargaban hacia el cielo de sus cielos como catedrales semi-construidas adornadas con andamios y herramientas de óxidos fríos. El camino de maderos que no tenía inicio y que se elevaba por sobre las nebulosas de polvos amarillos. La hoja, el cúmulo y el camino. Estando en el primero decidí anudar un par de lágrimas entre sí y lanzarlas al mañana. Te recordé entonces y la confusión de mis sentimientos me arrodilló frente al infinito. La primavera se había bañado en tus labios antes de estrenarse en el primero de los amaneceres. La noche había perdido los oscuros maquillajes de su rostro en tus penas recurrentes. Los ríos estelares tomaron como modelo a los cabellos de tu estío para edificar sus caídas de estruendoso silencio. No creo que alguna vez lo hayas comprendido. No creo que, al mirarme, hayas abierto los ojos. No creo que el ayudarte a encontrarlo haya sido una buena acción. No creo en mis supuestos sacrificios de sangres agónicas y violetas. Yo no creo.





Entonces, de pie en la hoja reluciente y despidiéndome de la gota de la lluvia, con un dolor en la garganta, donde alguien me abortaba un alma deforme, di el último de los pasos y me dejé caer por cavernas verticales donde mercaderes de tierras lejanas me ofrecían diversos tipos de salvación. Pero yo caía sin ventanas ni direcciones, sin sueños ni recuerdos. La única compañía que tenía era el dolor de verme envuelto otra vez en el amar de orígenes funestos y aun peores destinos. Me retorcía sobre mi estómago pensando en el por qué de mis desaciertos. No podía comprender, ni lo haré algún día, la razón de la ceguera de mis ojos moribundos. Había doncellas más morenas y más brillantes, más deseables y casi más astutas. Se daba la belleza en los cuellos vírgenes y más aun en los hombros inexplorados, reinos todos en los que un solo regente gobernaba. Pero al anuncio de la muerte de éste, no hubo más alegría en mi corazón, que en cambio se desangraba luego del inútil y patético sacrificio que había escogido hacer. No lo motivó el altruismo, no lo inspiró el paladinismo, ningún atisbo del camino de los héroes vio aquí sus inicios. Las únicas causas eran la estupidez soberana y el miedo sobrenatural que me asfixiaba las entrañas del espíritu. El miedo, el gran miedo. El miedo, porque te temí como los niños a los cuentos extranjeros. El miedo, porque, enfrentado a los eones, hice la única cosa que sé hacer bien: huir. Correr, arrancar, escaparme y esconderme. Las décadas de práctica mostraron sus frutos y me escabullí por entre las luces sin ser visto, tristemente victorioso entre las leyendas de la miseria. Y caí... caí del verde santuario por segundos no medidos, caí resbalándome de las espinas fantasmales que no existían. Caí hacia una tierra que, como yo, expertamente huía. Los universos se voltearon y sin cambiar de dirección llegué a entender que caía hacia los otros santuarios. Las catedrales azulosas se rieron solidarias y me permitieron saltar de ellas. El camino solitario de maderos escogidos hizo otro tanto. Caí entonces ascendiendo a estancias de profundos abismos fuera del espacio. Cerré los ojos en mi avanzar vertiginoso marcando con sangre y falsos lamentos la ruta de la fantasía. Te recordé y me odié demasiado levemente. Te recordé y me dolió demasiado intensamente. Te recordé y me desesperé con demasiados inviernos. Cayendo como me encontraba, mi incredulidad se tomaba la cabeza sin poder creer que quizás te amara... Repentinamente, sin siquiera pensarlo, choqué contra un islote que sostenía un monolito. En éste, en múltiples lenguas aun no inventadas, se leía la condena "Prepárate para las excavaciones del alma, mi amado hermano, porque va a doler." Poco después desperté en mi habitación, en mi propia cama tan ajena. Me vestí y con la mirada derruida me dispuse a mirarte a los ojos.



sábado, 28 de marzo de 2009

Aeleria (perros azules)


Desde los inicios del hombre éste ha intentado morir, mentir y tender. El miedo más antiguo es el miedo a tender. Los inicios del hombre se sitúan más atrás de la escalera atemporal pero antes del perro. Desde luego esto es una teoría y no puede ser demostrada con hechos irrefutables, lo que, sin embargo, no desalienta a los investigadores privados que pretenden encontrar la raíz del teldrassil. ¿Qué tan oculta se encuentra ésta? Depende de la cuneta por la que camines y la cantidad de gente que ésta soporte. Todo no es relativo, todo es dependencia. Las esferas de cristal se rompen a la mitad. Es una vibración. El inicio del hombre. Es una partida. De ajedrez se tituló campeón el campeón de ajedrez, pero su caballo no ganó. Era un gallo cuando la era terminó. Omega tres veces ha rugido al viento del centro. Se dispersa en muchos lados. Los lados circulares son fantasmas en la vía pública. La vía láctea ha perdido su lactancia, ha dejado de mamar. Es un ejercicio, desde luego que lo es. Lo que es no se es por ser, pero se deja de ser una vez sido. Nodos capitales. Triunfos lumbares. Lumber es una palabra extranjera y tramposa. De robar canciones o cariño. De mentes tan gastadas como suela del zapato tercero. Yo te quería, pero no quería dibujar cadenas para ti.

martes, 17 de marzo de 2009

Escaleras de agua.

Peldaño Tercero.

Entonces recordé la ventana. La ventana del edificio de las lluvias. La ventana de aquel edificio donde el concreto sangraba su derrota de modernidad mal parida. La ventana del edificio que sobrevivía en mitad de los alerces y su asedio. Todo moribundo, se erguía como se yergue el hombre que se enfrenta a las tormentas en las catacumbas de Santiago, con nada más que el hombro lacerado, que ofrece al dios de las heridas, como baluarte de sobrevivencia. No sabía, tal héroe de lágrimas petrificadas, que toda la lluvia de su existencia caía hacía su corazón de nostalgias hecho a mano por los vagabundos que murieron aplastados en su interior de futuros post-apocalípticos. El edificio, despellejado de bellezas mundanas, sin colores, sin muebles, sin personas, los devoraba luego con sus dientes sin vidrios ni marcos, sin licores ni perezas. Y si alguna vez llegaba a escupir los restos trashumantes de algún viejo mal vivido, lo hacía siempre por la ventana de la constelación de los cazadores. Era la ventana donde naciste, en medio de aquel edificio de las lluvias, en medio de aquel asedio de los alerces rencorosos, en medio de aquel continente formado por las tres cuartas partes de una naranja rechazada en los días de su propia y húmeda primavera cadavérica.

Peldaño Séptimo.

Soy una derrota, le dije a mi madre de leches y nubes cuando volví a su techo de palomas sordas. Soy una derrota traicionera de rápidas carreras sobre la hierba de la carretera. Soy un paisaje abandonado, una ciudad desahuciada por los hombres del mañana. Soy un pianista con las manos quemadas y aun un cuento sobre fantasmas gigantes de eras no ocurridas. Soy una noche fragmentaria de un país de fábricas. Soy una niña cegada con el polvo. Soy un amanecer sin orgasmos y una música de una despedida que no llegó. Soy los ojos ahorcados de la tranquilidad, soy los ojos hundidos de la tranquilidad. Soy el caminante de las praderas de una isla muy nortina, soy el minero cobarde y jamás realizado de tus oídos intactos. Soy los marinos tibios de una mano sin destino, soy la casa donde penan las ánimas de tu alegría. Soy tu dios de recuerdos nublados en las ventanas del edificio de las lluvias. Soy la presión en la mirada que obliga al suicidio de nuestros desiertos añejados.

Peldaño Cuarto.

El Altazor de mis almas habló por mí. Te hubiese amado como aman las fracturas de las amapolas circundantes, como la acumulación de las tristezas a lo largo de la vida del invierno, como la nota de música que revela los horizontes. Los soles de tu piel se hubiesen devorado unos a otros por cinco eternidades para mantener sin mácula tu reino de placeres. Un destello único en la historia de las historias, un paso único en las escaleras de los desiertos estelares. Sabemos que no es cierto. Conocemos de sobra los talentos suicidas que la armoniosa e infrecuente felicidad hubiese obrado en mi. Sabemos de los temblores de mis manos al intentar atravesar los pastos de nuestra ficticia separación. Sabemos de las quebraduras de mis ojos al intentar nadar en la complacencia. Sabemos que perdí.

El último peldaño.

Hubo cierta vez una guerra y en ella una ciudad que la perdió. Vi caer a mis pocos hijos sobre mis estandartes y calles mal pensadas. Me desangré sobre templos toscos de piedras grises e infinitas. Te adoré por vez última en un suspiro anacrónico. Construí un par de derrotas sobre los campos extranjeros. ¿No podías rebanarte los ojos para verme adorándote?