Cuando era chico mi mamá trabajaba en un
taller. Tenía que coser todo el día. Perdió la buena vista así.
Cuando era chico y ella volvía del taller me
traía un chocman. Lo hacía casi todos los días. Era gran parte de la felicidad.
Cuando era chico mi mamá trabajaba en una
fábrica. Cuando fui grande también.
Cuando era chico mi mamá me abrazaba. Cuando fui
grande ya no.
Cuando era chico y era hora de dormir mi mamá
siempre se iba al comedor. Yo me quedaba en la pieza, despierto. No la veía
pero sabía que ella estaba mirando por la ventana y hacia el jardín, hacia la
noche. Eso escuchaba.
Cuando era chico yo sospechaba terriblemente
que, cuando mi mamá hacía eso, cuando en las noches se ponía a mirar por la
ventana hacia la oscuridad exterior, lo que en verdad estaba haciendo era
volver a su esencia, a su verdadera forma física.
Cuando era chico pensaba que la verdadera
forma física de mi mamá era la de un extraterrestre muy peludo que tenía el
cuerpo entero cubierto de un vello rojo y largo. Y que miraba por la ventana.
Cuando era chico pensaba que mi mamá hacía
esto todas las noches o casi todas las noches para comunicarse con sus
similares allá, en algún punto lejano de la galaxia.
Cuando era chico la imagen que tenía de mi
mamá estaba tremendamente influenciada por algún personaje de uno de los
monitos que veía en la tele.
Cuando era chico esperaba con la respiración
a ratos contenida a que mi mamá volviera a la pieza para ver si se había
transformado o no pero siempre queriendo que no, que no se hubiese transformado
o, en el peor de los casos, que se hubiese transformado y que ya hubiese vuelto
a su forma humana.
Todas las noches en que esto pasaba yo
esperaba minutos que se me hacían eternos, minutos cuya longitud yo no
alcanzaba a comprender. Estaba, en el fondo, convencido de que mi mamá sí era un
extraterrestre.
Cuando era chico y mi mamá miraba silenciosa
por la ventana me daba mucho miedo.
Cuando yo era chico mi mamá me abrazaba. Después
ya no.